Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli

  • Quizás no sea tanto esperar a que otros resuelvan nuestros problemas sino de decidir qué queremos ser de mayores

José Ortega y Gasset, el gran intelectual español de hace un siglo, dijo aquello lapidario de “España es el problema, Europa la solución”. Resumía así una esperanza que se remontaba a los primeros liberales, muchos emigrados o exiliados a Francia e Inglaterra, desde Francisco de Goya a Blanco White. La verdad es que Europa desilusionó enseguida sus esperanzas, porque la intervención europea más decidida fue el envío de los Cien Mil Hijos de San Luis a reponer el absolutismo y aplastar la vibrante revolución liberal española de 1820.

La baja autoestima española

No fue la única decepción, ni mucho menos. Pero, contra viento y marea, la esperanza en la integración española en Europa (¿y cuándo se desintegró?) como cura de todos los males ha resistido todas las decepciones. Quizás sea más una muestra de debilidad y falta de autoestima colectiva propia que otra cosa: España es el país europeo con peor imagen colectiva de sí mismo. Con la pregunta “¿cree usted que su cultura es superior a la de los demás países?”, el Pew Research Center la cuantificaba en 2017 en el 20%, en contraste con el 47% de Portugal e Italia, y el rotundo 89% de Grecia.

No es solo un saludable bajo chovinismo, también es decepción con el propio país, su historia y su cultura. Pero es muy poco lo que los demás europeos pueden hacer al respecto además de mover la cabeza con escepticismo; todas las encuestas europeas indican que ellos nos valoran mejor que nosotros mismos, y así lo demuestran desde el turismo y la inmigración cualificada hasta la adquisición de viviendas de quienes desean compartir nuestro estilo de vida, tan envidiado. Quizás el problema de España no sea que Europa no soluciona sus cuitas, sino que haber perdido la confianza en resolverlas.

Cal y arena de la justicia europea

El último episodio de este cíclico desencanto ha sido el informe sobre la Ley de Amnistía sanchista del Abogado General del Tribunal Europeo de Justicia, Dean Spielmann. Ha presentado un informe más político que jurídico que apoya la ley, con reservas, basándose en la supuesta adecuación para apoyar la aún más supuesta reconciliación en marcha en Cataluña.

La jurista catalana Teresa Freixes ha observado una probable extralimitación del togado: “El Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea considera criterio de interpretación al Derecho Internacional Humanitario para evaluar la compatibilidad de la Ley Orgánica de Amnistía con el Derecho de la UE. ¿Sabe el Abogado General que el Derecho Internacional Humanitario no es aplicable al terrorismo? ¿Sabe que sólo puede ser aplicado, haya o no terrorismo, en el contexto de un conflicto armado? Tiene que saberlo, pues en su etapa anterior, en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, afrontó casos de gran repercusión relacionados con terrorismo. ¿O es que nos está sugiriendo que el procés fue un conflicto armado?”

Resulta que el señor Spielmann ya tuvo una intervención desdichada contra la doctrina Parot en la que, no parece casualidad, coincidían dos elementos causales de la Ley de Amnistía: terrorismo y exigencias del separatismo cómplice. Para darle una vuelta, especialmente los eurodiputados y funcionarios españoles de la UE, de los que cabría esperar una actitud más proactiva y menos acomodada en la rutina para defender los legítimos intereses de la democracia española.

Pero, por otra parte, los tribunales europeos rechazaron hace poco el recurso contra la prisión preventiva para Sánchez, Comín y Junqueras. Y no es el primer recurso de este tipo que rechazan, sino uno de muchos. Por eso sigue habiendo más razones para esperar de la justicia europea más protección de la democracia española que del Tribunal Constitucional y la Fiscalía General del Estado. Este es nuestro mayor problema; y, contradiciendo a Ortega y otros epígonos actuales, su solución sólo está en España.

Europa y España, vidas paralelas

En realidad, los problemas políticos de España y la Unión Europea son más parecidos de lo que pueda parecer a simple vista. Comencemos por la estructura: uno de nuestros grandes problemas constitucionales es que en el 78 se instauró un sistema territorial híbrido, inestable y mal definido, con elementos decimonónicos como las provincias y sus diputaciones anacrónicas, más otros federalistas fuertemente descentralizadores e incluso confederalistas: los privilegios fiscales vascos y navarros, exigidos con aumento para Cataluña. Así que no somos ni el Estado antiguo ni uno federal moderno, soportando tensiones centrífugas típicas de la confederación, potenciadas hasta el delirio por el sanchismo.

Bien, ¿ qué pasa en Europa? La Unión no nació para resolver problemas nacionales, sino para impedir una nueva guerra europea (potencialmente mundial, como las primera y segunda). Y en eso ha sido maravillosamente eficiente, un verdadero milagro político. El proceso consiste en la cesión de soberanía por los Estados miembros, primero económica y luego política. Pero las ampliaciones no han resuelto, sino aplazado, qué es exactamente esta Unión con Parlamento, una especie de gobierno o dos (la Comisión y el Consejo), justicia y moneda comunes, y Tratados y normas que obligan a cambios de las constituciones y leyes nacionales. La verdad es que nadie lo sabe, y es una de las razones del actual bloqueo de la Unión y de su desprestigio mundial. En un mundo que regresa al orden imperialEuropa debe resolver qué tipo de Unión de Estados, es decir de Estado, quiere ser. España también, y en ambos casos contra peligrosas amenazas internas y externas.

Atracción y repulsión simultáneas

Así que España y Europa se parecen en la confusa y desestabilizadora estructura político-territorial; también en que, si bien sus detractores denuncian defectos y decadencia, siguen siendo mecas donde aspiran a vivir millones de personas de todo el planeta, desde africanos y asiáticos pobres hasta prósperos tecnonómadas de Estados Unidos. En cambio, pocos quieren emigrar a China, Irán o Rusia. Y todo el mundo sabe por qué.

Quizás España sea hoy el más europeo de los países de la Unión, tanto por el vertiginoso aumento de la inmigración como por el penoso fallo de las instituciones a causa de una ineptocracia burocrática incapaz de resolver problemas acuciantes, sea la regulación de la inmigración, el precio de la vivienda, el crecimiento económico y obtener de nuevo un papel productivo en la carrera tecnológica. Hay además exceso de infantilismo y miedo al cambio. Quizás no sea tanto esperar a que otros resuelvan nuestros problemas sino de decidir qué queremos ser de mayores, como españoles y europeos, y cambiar para conseguirlo.