Javier Santa Cruz-Editores

No conozco personalmente a los componentes de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Sé un poco de la trayectoria de Martínez Arrieta y algo más del juez Marchena. Hasta he leído su libro este verano recordando los principios del Derecho.

La decisión que tomen no menoscabará mi respeto hacia ellos, como tampoco hacia los que diverjan del criterio mayoritario si existe una minoría que considere necesario expresar un criterio diferente.

Sé que el Fiscal General del Estado tendría que haber dimitido por la dignidad y las obligaciones de su cargo. Sé que su comportamiento fue apasionado y militante a favor de un discurso político. Igualmente sé que el Fiscal General debe defender la Ley, dado que la verdad es sólo objetivo de teólogos, filósofos, sacerdotes o, en este caso, de periodistas y de la controversia que provoquen en los políticos y en la sociedad.

Sólo una pretenciosa superioridad ideológica puede hacer creer al Fiscal General que es un brillante héroe solitario en defensa de una verdad única, resplandeciente e indiscutible y no un humilde servidor de la Ley… Es la Ley y los derechos que reconoce a los ciudadanos lo que debe defender el Fiscal. Todo lo demás no sé si está fuera de su capacidad, pero está fuera de su competencia.

De la misma forma pudimos ver como utilizó los privilegios que le presta la responsabilidad que desempeña, y de su prepotente modo de actuar al exhibir los distintivos de la Fiscalía General durante el proceso. Todos también hemos visto a responsables de defender al Estado cómo defendían a una persona y a sus subordinados actuar con ciega jerarquía en su defensa. Pero, sobre todo, tristemente hemos sabido que habrá que realizar cambios legislativos de calado si queremos volver a prestigiar tanto a la Fiscalía como a la abogacía del Estado.

Pero resuelvan como resuelvan los jueces del Supremo, seguirán contando, por la dificultad de su labor, de mi simpatía y apoyo, más cuando son tantos sus declarados enemigos.