Víctor Núñez-El Español
  • La conmemoración del cincuentenario es una forma de resarcirse del resentimiento que alberga la izquierda por haber dejado a Franco morir en la cama, cobrándose la revancha mediante el revisionismo de la memoria histórica.

En la noche de la muerte de Franco, cuando el grupo que rodea a Felipe González saca champán y se pone a brindar, FG se niega a hacerlo y tiene un gesto de suprema elegancia que nos descubre en él una superior calidad humana:

—Yo esta noche no bebo champán. Yo no brindo por la muerte de un español, aunque sea mi primer enemigo.

Efectivamente, tuvo algo de tribal y de antropofagia aquella orgía callejera del 20 de noviembre. Algo primitivo en lo que González se niega a participar.

¿Qué habría dicho Francisco Umbral, que escribió estas líneas, si hubiera asistido a la apoteosis de esa «orgía tribal» y caníbal que son los fastos triunfales de los 50 años en libertad, a tenor de los cuales se diría que fue Pedro Sánchez quien, con sus propias manos, acabó con la vida del general?

El testimonio de Umbral nos recuerda que muchos de los antifranquistas de verdad, izquierdistas que lucharon contra el régimen cuando aquello tenía consecuencias (no como estos luchadores por la libertad a toro pasado, que ya han nacido o crecido en la España constitucional), mostraban una actitud mucho más templada y racional hacia el dictador que la que anima la subvencionada y furibunda campaña de esta efeméride macabra.

Si en el interés del Gobierno estuviera realmente festejar el inicio de la apertura democrática, lo lógico sería, en todo caso, que lo que se conmemorase no fuera el 20-N, sino el 22 de noviembre. Fecha en la que Juan Carlos I, el principal promotor del cambio de régimen, fue proclamado Rey de España.

Que en su lugar se esté festejando el hecho biológico del fallecimiento del caudillo testimonia que lo que mueve a la izquierda que se ha sumado a esta sañuda imprecación es algo distinto al enaltecimiento del triunfo de la libertad. Es la confesión de aquello que reconoció Vázquez Montalbán: «Contra Franco estábamos mejor»

Lo que hay detrás de ese planteamiento lo explicó también maravillosamente el propio Umbral, cuando señalaba que la retórica de «la victoria de la democracia» le sonaba a Felipe González «un poco a hueco», porque lo que él había heredado fue «la gran lanzada a un general muerto, a quien habíamos dejado respetuosamente agonizar en la cama».

Este «triunfalismo de eco lóbrego» reflejaba para el columnista una frustración: «Habíamos matado a un muerto. Jamás triunfamos sobre la dictadura, y por eso la dictadura siguió triunfando de alguna manera sobre nosotros».

Y es que, irónicamente, la celebración de la muerte del dictador representa la última victoria de Franco sobre la izquierda, que nunca ha soportado que su némesis muriera en la cama.

Así se explica, retomando a Umbral, que «nuestra progresía de manual, muy al contrario [que Felipe González], prolongue aquella noche carnívora y tribal, cuando todos comimos del cadáver de Franco, a lo largo de muchos años».

A la izquierda le sigue torturando el hecho de que, según apuntó Emilio Romero, «el antifranquismo nunca fue decisivo, y el franquismo fue de aclamación y por eso se murió cuando le llegó la hora»

Por eso, los 50 años en libertad constituyen una forma de desquitarse de esa vergüenza que arrastran desde entonces ante la realidad de que fuera el propio régimen franquista quien hiciera posible la democracia.

La manera de compensar esta derrota es realizar ahora su ensoñación de la revolución pendiente. Sacar al muerto de su tumba (ya se hizo con la exhumación de sus restos del Valle de los Caídos en 2019) y vencerle retroactivamente.

La memoria histórica es el vehículo de ese resentimiento y el instrumento para la consumación de la revancha.

La izquierda está demostrando una vez más que la hoy llamada memoria democrática nunca ha pretendido una reconstrucción objetiva y compleja de la Historia en pos de una reparación ecuánime. Sino que, como ha argumentado Pedro González Cuevas, «nunca ha tenido otro propósito que prescribir una «valoración positiva y acrítica de la experiencia de la II República, al mismo tiempo que se demoniza de forma implacable y sin matices al régimen franquista».

Lo irónico es que el razonamiento tras esta memoria obligatoria de la necrológica franquista transparenta una lógica propia del estalinismo orwelliano. Y así, irónicamente, la campaña gubernamental que se felicita de la «libertad» y de todo lo que se puede hacer hoy que no se podía hacer en la dictadura, declara ilegales determinadas ideas (prohibiendo organizaciones dedicadas a la «exaltación» de la dictadura) e impone una versión oficial del pasado.

Un planteamiento sin fisuras: como Franco era un dictador totalitario, incoemos una legislación totalitaria para prohibir como «delito de odio» incluso los juicios ponderados sobre el periodo preconstitucional.

Y es precisamente la prohibición de la discusión y la matraca constante de la satanización lo que propicia la excitación de la nostalgia. En ese sentido, nadie ha hecho más por rehabilitar la figura de Franco que el gobierno de Sánchez, como demuestra la encuesta de SocioMétrica que publica hoy EL ESPAÑOL.

La constatación de que la izquierda actual no entiende la transición a la democracia como una reconciliación entre los vencedores y vencidos, sino como una mera inversión ex post de los vencedores por los vencidos, debería terminar de convencer a la derecha de que la memoria histórica, desde su mismo planteamiento por Zapatero, nunca ha consistido en otra cosa que en el reemplazo de un discurso de la reconciliación por uno de la rev

El PP debe entender que —citando de nuevo a González Cuevas— la Ley de Memoria Democrática «tiene como objetivo la deslegitimación de la trayectoria del conjunto de las tradiciones ideológicas de la derecha española», y no sólo del régimen franquista.

Y dado que ya cometió la torpeza estratégica de condenar el franquismo a instancias del PSOE, el PP no debería volver a incurrir en el error de sancionar una narrativa que, al desautorizar su origen como partido, le deslegitima en último término también a él.

La exclusión de Juan Carlos I de los actos de conmemoración de la restauración de la Monarquía es la prueba concluyente de que el discurso memorialista, al reinterpretar condenatoriamente el pasado a la luz del fundamentalismo democrático progresista de hoy, redunda en la demonización de los propios artífices de la España democrática.

Por eso, que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica haya solicitado multar al Rey émerito por reconocer en sus memorias que le debe la Corona a Franco no es más que el despliegue lógico de la memoria democrática hasta sus últimas consecuencias. Dado que su espíritu consiste en la damnatio memoriae de los antecedentes preconstitucionales, la rememoración del inicio de la democracia, en virtud de su propia lógica revisionista, acaba anulándose a sí misma.

De ahí que la misma Asociación haya exigido, invocando la Ley de Memoria Democrática que prohíbe el franquismo, retirar el nombre de Juan Carlos I de las calles, edificios y espacios públicos, argumentando que, dado que fue nombrado sucesor por Franco, es «un dirigente del franquismo».

La derecha debe pues reconocer que la memoria incompleta que informa al cincuentenario entraña un ardid torticero para privar de legitimidad a la oposición y a la propia Transición. Por eso, es imperativo decir alto y claro que hoy no hay nada que celebrar.