Tonia Etxarri-El Correo

Me faltaba un año para terminar la carrera en la facultad, en Barcelona, cuando murió Franco en la noche del 19 al 20 de noviembre de 1975. Recuerdo la incertidumbre que se apoderó del ánimo de tantos ciudadanos que no imaginaban, entonces, que la democracia pudiera instalarse en España en un breve espacio de tiempo (tres años después se aprobó la Constitución) y sin derramar una gota de sangre entre bandos. Otra cosa fue la conjura de ETA que, a pesar de haberse beneficiado de la amnistía, siguió cometiendo el mayor número de asesinatos en los años más difíciles de la Transición.

De este aniversario vale la pena destacar el tiempo en el que el rey Juan Carlos, además de su gran aportación a la Transición, tuvo el acierto de encargar a Adolfo Suárez que pilotara la democratización de las instituciones. No fue tarea fácil pero el modo como se efectuó el proceso de la dictadura a la democracia fue una referencia mundial. Si surgió de un diálogo entre el régimen y la oposición (franquistas y comunistas, principalmente) fue porque ambos bandos de la Guerra Civil decidieron enterrar el hacha del enfrentamiento y renunciar a ajustar cuentas con el pasado.

Los protagonistas de aquella época (se salvaron muchos obstáculos hasta que Fraga y Carrillo aparecieron juntos en el Club Siglo XXI) demostraron su talla, sentido de Estado y un concepto patriótico de la política difícil de encontrar en la actualidad. En La Moncloa se gobierna, ahora, con las manos atadas por las fuerzas independentistas y populistas de extrema izquierda, contrarias al espíritu de la reconciliación. Por eso, la Transición debería reivindicarse con el empeño de defender los valores de la igualdad, el respeto a la ley y la separación de poderes. Con sus imperfecciones, ha sido el antídoto contra el enfrentamiento. El pilar más sólido de nuestra convivencia.

Pero hemos ido hacia atrás. En las tertulias, en las redes, en el Parlamento. Todos esos espacios de libertad se han convertido en territorio comanche. Unos contra otros. Esa «tensión que nos conviene» (copyright de Zapatero) ha desbordado los límites. Sánchez lo captó enseguida y levantó su muro para ubicar en la extrema derecha a todo aquel que no le vota. Y España está partida en dos. Con parecido síndrome al de una guerra civil. El Congreso, en 2002, condenó el franquismo por unanimidad. Claro que no estaba Herri Batasuna, por encontrarse ilegalizada, ni existía Podemos, ni Vox, ni Sánchez era presidente. Hoy no sería posible aquella avenencia.

La Transición ha durado un sereno paréntesis de una larga cuarentena. Pero ha caducado. Asistimos a un proceso de descomposición política en donde la memoria se lanza como arma arrojadiza contra el adversario. Palestinos, sí. Saharauis, no. La memoria de Franco sí, la de ETA, no. La ultraderecha es un peligro, la ultraizquierda, no.

Hace ya medio siglo que falleció Franco. La conmemoración, con el Rey emérito excluido de los fastos y el plante de la extrema izquierda, la extrema derecha y los independentistas, proyecta una fotografía de las dos Españas que debería helarnos el corazón. De nuevo. En pleno siglo XXI.