Edmundo Rodríguez Achútegui-El Correo

Portavoz de Juezas y Jueces para la Democracia

  • Lo más grave es la afectación del prestigio del Supremo. Tras una instrucción cuestionada, buena parte de la sociedad no va a comprender la sentencia

La condena al fiscal general del Estado es mala noticia para el Estado de Derecho y el sistema democrático. Un Tribunal Supremo dividido ha concluido que constituye infracción penal la conducta de la máxima autoridad del ministerio público respecto al modo en que se pretendió desmentir un bulo difundido por Alberto González Amador. El daño para la Fiscalía es rotundo, pues su misión constitucional es velar por la legalidad, misión que ahora será más complicada puesto que esta condena afecta a su prestigio y legitimidad democrática. Pero además tiene encomendada otra misión fundamental: informar a la sociedad del desarrollo de los procedimientos penales de interés social. Esa encomienda queda, a partir de ahora, seriamente comprometida, pues siempre existirá el riesgo de que las defensas emprendan acciones penales contra el ministerio público cuando, cumpliendo con su obligación, pretenda dar información sobre algún asunto.

Las dudas sobre la relevancia penal de los hechos enjuiciados son de tal entidad que ni siquiera las siete personas que conforman la Sala son capaces de alcanzar un acuerdo unánime, lo que deja la cuestión abierta, pues habrá peticiones de amparo constitucional y la polémica social que propicia sigue viva, de modo que unas y otros seguirán tomando partido a favor y en contra del fiscal general.

Lo más grave es la afectación del prestigio del Tribunal Supremo. Una parte de la Sala no aprecia delito en la conducta enjuiciada, como anticipó el voto particular del magistrado Andrés Palomo al dilucidarse la apertura del juicio oral. La instrucción ha sido muy cuestionada por quienes entienden que se actuó con un evidente sesgo inculpatorio, al descartar testimonios que no lo afianzaban. Si en el Tribunal Supremo hay quien no ve lo que finalmente se ha concluido, buena parte de la sociedad, convencida de la inocencia del fiscal general, no va a comprender el fallo de la sentencia, de modo que la confianza en la institución se ve severamente afectada.

El correcto funcionamiento del Estado de Derecho también queda tocado. Si la Fiscalía, el Tribunal Supremo e incluso la abogacía institucional han mostrado una negativa división, las consecuencias sobre los impulsores de este juicio habrán de ventilarse en nuevos procesos. Por un lado, González Amador, cuyas conformidad con la solicitud de pena por un delito fiscal, luego retirada, no va a impedir que ahora pretenda la nulidad de su procesamiento, transmitiendo el disolvente mensaje de que puede zafarse de las consecuencias de su obrar al cuestionar a la acusación. Por otro lado, la de quienes impulsaron políticamente la condena, que han obtenido una victoria que favorece una forma de entender política basada en la destrucción del contrincante, o la amenaza, como saben y padecen los medios de comunicación que no se someten a sus designios.

Precisamente el periodismo, en medio de tanta pérdida, es quien sale mejor parado. Frente a quienes entienden que durante el juicio se cuestionó su quehacer, la percepción de muchos de quienes lo han seguido a través de los medios de comunicación es que los profesionales que recibieron información de lo que sucedía antes que el fiscal general han actuado con honestidad y respeto a su código deontológico. Ni un solo periodista reveló sus fuentes durante el juicio, pese a la evidente presión que supone acogerse al secreto profesional durante la vista y la clara amenaza, que no hay que descartar que las acusaciones puedan plantear, de verse sometidos a una investigación por falso testimonio. Ha sido sorprendente, por positiva, la entereza y dignidad de todos los profesionales que, jugándose un futuro procesamiento, han defendido a sus fuentes.

Lo sucedido con este proceso y la sentencia condenatoria no es positivo y aunque no acabará con el Estado de Derecho ni con el sistema democrático, deja profundas secuelas. Todos perdemos, nadie gana.