Antonio Rivera Blanco-Campusa (UPV)
Catedrático de Historia Contemporánea y director del Instituto Valentín de Foronda
Franco murió hace medio siglo. Cincuenta años son dos generaciones; en cualquier momento coexisten tres o tres y media. La de los jóvenes de hoy nació un cuarto de siglo después de desaparecer el dictador, la de los adultos cuando el franquismo era ya historia y solo la de los mayores conoció su segunda parte –la del desarrollismo económico– y su crisis final. Lo normal es que la dictadura estuviera archivada en la memoria cultural del país, esa que más o menos se comparte y no incide en los debates del presente (vg. la de las guerras carlistas del siglo XIX). No es así, básicamente, por dos razones: una política de memoria errática y contradictoria, y la no resolución del drama de los desaparecidos. Dos argumentos que presentizan el recuerdo e impiden echar este al olvido; no olvidar, sino recordar para tener en cuenta y no utilizarlo en las confrontaciones políticas actuales.
Ese pecado común se acentúa en los últimos tiempos. No es que asistamos a una ubicua resurrección nostálgica del franquismo, sino que la decisión de tener una política de memoria respecto de él ya se interpreta como de parte. Al revés, se construye el “hombre de paja” de que nos encontramos ante la emergencia de una nueva derecha que es solo fascista. Ergo, el antifascismo como respuesta o, lo que es lo mismo, volver a las lógicas de la Europa de entreguerras.
La dictadura franquista es poco reivindicable. El nazismo y la ‘Shoá’ no tienen parangón en lo criminal, pero el franquismo no es grano de anís. Su celo represivo en la inmediata postguerra fue brutal, contándose por decenas de miles los asesinados, además de cientos de miles exilados y encarcelados, sometidos a trabajo esclavo o despojados de sus empleos y bienes, entre otros repertorios de violencia eliminacionista o silenciadora. En su primera mitad, condenó al hambre y al aislamiento a toda su población, con una autarquía presentada como política nacional cuando no era sino expresión de un régimen apestado. Su continuidad en el tiempo –casi cuarenta años– la convirtió finalmente en excepción en una Europa recuperada de la guerra a partir de un Estado de bienestar soportado en derechos humanos y sociales esenciales e irrenunciables. En su final, tras una década de desarrollismo y mejora de expectativas vitales a cambio de trabajo y más trabajo, regresó a su ADN violento para responder a la nueva sociedad que a pesar suyo se había creado: el tardofranquismo fue un despropósito porque la dictadura no tenía posibilidad de enmienda. Se debía transitar hacia otra cosa, que es lo que se hizo.
Sin embargo, a pesar de descripción tan contundente e indiscutible, el recuerdo de la dictadura aparece peligrosamente benigno en un pequeño pero inquietante sector ciudadano, sobre todo juvenil (un cuarto de ellos). Posiblemente sea una expresión más de la reacción que Pablo Stefanoni tituló como su libro: ‘Cuando la rebeldía se volvió de derechas’; quince años antes Raffaele Simone subtituló parecido su ‘Monstruo amable’. Estábamos avisados. El franquismo se recupera de la escombrera histórica como fetiche más que como proyecto. Más para epatar al ‘mainstream’ liberalprogresista que para presentarlo como alternativo. De hacerlo, debería elegir entre el “libertarianismo” destructor de aquel y la versión nativista de un Estado de bienestar potente, pero solo para los nacionales. Vox no ha deshojado por completo esa margarita y los auténticamente franquistas deberían recordar su naturaleza estatista.
En esa tesitura, se carga sobre el remedio de la Historia; aquello de Santayana de que su conocimiento evita la condena de repetir errores. Se afirma que no llegamos en la escuela a un capítulo tan reciente, en beneficio de la atención prestada a los Austrias mayores y menores. Que nos da miedo hablar de ello. Que no se produce ni insiste lo suficiente en el tema. Que hemos perdido la batalla frente a un contendiente casi inexistente, porque no hay una historiografía franquista y sí, como mucho, publicistas de éxito puntual. Vamos, que la cosa tendría remedio si nos aplicáramos de una vez como profesionales y tutores de nuestra desorientada juventud. Lógicamente, aplicarse abrazando la idea fuerte de ese antifascismo actualizado.
Se invita, entonces, a atrincherarse en un relato moral sobre la dictadura y a no perderse en disquisiciones sobre la naturaleza y evoluciones de aquel monstruo. Y pienso que no, que no va por ahí. Los pilares del conocimiento sobre la cuestión están más que asentados. Hay una publicística sobre el tema inmensa y en absoluto dudosa sobre su juicio histórico y moral. Hay una maquinaria de saber y acercarse al asunto no sospechosa, aunque tenga que bregar con otra de signo contrario. ¡Faltaría más que ese pasado estuviera al margen de controversias!
Se trata de seguir conociendo con rigor sobre esos cuarenta años y de comunicar con profundidad, pero también en extensión, con ganas de llegar a todos los ámbitos. Una Historia de proyección, de difusión de altura, pero Historia, no (neo)catecismo para enfrentar otro trasnochado e insostenible. Lo que no entendemos de esos jóvenes rebeldes-reaccionarios no nos lo va a explicar su inconsistente adhesión parafranquista. Es otro el problema y la causa de su defección democrática. El devolvernos a un lenguaje dualista sería la mejor victoria retrospectiva de aquel régimen que se sostuvo precisamente sobre la ficticia confrontación de España y la “antiEspaña”. Educar en el pensamiento abierto y crítico, sobre un conocimiento riguroso, sigue siendo la medicina, no el garrotazo argumental sin demasiado sostén empírico. En ello anda la academia y no es mal camino, siempre que no se pierda en ditirambos teóricos o se encastille en la torre de marfil.