Editorial-El Español

La condena del Tribunal Supremo al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por revelación de secretos ha provocado una reacción del Gobierno y sus socios que trasciende la legítima discrepancia con una resolución judicial.

Lo que hemos presenciado este jueves y viernes es un ejercicio de irresponsabilidad política: acusar sin rubor al Poder Judicial de perpetrar un «golpe de Estado» contra el Ejecutivo.

Las palabras tienen peso. Cuando Mónica García habla de «golpe letal», cuando Gabriel Rufián denuncia «golpismo judicial», cuando Ione Belarra acusa de «asesinato civil» o cuando Yolanda Díaz afirma que la sentencia «rompe la institucionalidad del Estado», no se está ejerciendo el derecho a la crítica.

Se están dinamitando los cimientos de la convivencia democrática.

Se está alentando deliberadamente el enfrentamiento entre instituciones.

Se está sembrando en la ciudadanía la peligrosa semilla de la desconfianza en el Estado de derecho.

Este discurso no es nuevo. Es el mismo que Pedro Sánchez viene ensayando desde que la Justicia comenzó a investigar las tramas de corrupción que salpican a su entorno más cercano.

Cuando los jueces citaron a declarar a Begoña Gómez, Sánchez denunció “lawfare”.

Cuando imputaron a su hermano David Sánchez, habló de persecución política.

Cuando Koldo García y José Luis Ábalos quedaron en el punto de mira por el caso de las mascarillas, el PSOE denunció una operación de Estado.

Ahora, con Santos Cerdán también imputado y un calendario judicial que amenaza con llevar a prisión a varios de sus colaboradores más estrechos, el presidente ha encontrado en la condena del fiscal general la coartada perfecta para escalar su estrategia de confrontación.

El Manual de Resistencia de Sánchez es tan predecible como peligroso. Cada vez que la Justicia se acerca a su círculo, el presidente activa el mismo mecanismo: deslegitimar a los jueces, callar (y, en consecuencia, otorgar) cuando sus socios más radicales lanzan mensajes incendiarios y polarizar a la sociedad española presentándose como víctima de una conspiración judicial.

Es la política del «y tú más» elevada a doctrina de Estado.

Lo grave no es sólo la violencia verbal. Es la irresponsabilidad de un Gobierno que prefiere debilitar las instituciones antes que asumir responsabilidades políticas.

España es una democracia consolidada donde los ciudadanos pueden cambiar de Gobierno cada cuatro años. Donde existe separación de poderes. Donde los jueces actúan con independencia.

Acusar al Poder Judicial de dar un golpe de Estado no es defender la democracia, es socavarla.

El Tribunal Supremo ha condenado al fiscal general por delito de revelación de secretos. Será legítimo discrepar con la sentencia, con argumentos jurídicos y no políticos, cuando se conozcan todos sus detalles.

Pero se trata de una sentencia dictada conforme a Derecho, con votos particulares incluidos y la posibilidad, potencial, de posteriores recursos.

Decir que esto es un golpe de Estado equivale a afirmar que sólo son legítimas las resoluciones judiciales que favorecen al Gobierno.

Y eso no es democracia. Es autocracia.

Sánchez está jugando con fuego. Y los españoles, una vez más, pagaremos las consecuencias de su estrategia de supervivencia política.

Porque cuando un presidente siembra vientos de desconfianza institucional, toda la sociedad acaba cosechando tempestades de división y enfrentamiento.