Cristian Campos-El Español
  • La idea es sencilla. Si el Gobierno sólo es capaz de generar pobreza, el socialismo sociológico venderá la pobreza como un fin deseable, rentable y éticamente irreprochable.

El socialismo, religión laica que en Europa profesa incluso la derecha democristiana, ha atribuido la prosperidad económica posterior a la II Guerra Mundial al pacto entre libertad de mercado y Estado del bienestar.

Ese pacto, jamás sometido a las urnas de forma explícita, dice “dejemos que la hormiga capitalista cree riqueza para que la cigarra socialista pueda redistribuirla”.

Iluminado por sólo uno de sus lados, ese pacto se traduce como “comparte tus beneficios a cambio de la paz social”.

Iluminado desde el otro lado, dice “trabaja para que nosotros podamos comprar el voto de nuestros electores con tu dinero”.

El primer lado es un chantaje.

El segundo, la perversión que anida en el corazón de todas las democracias. La idea de que todos los votos tienen el mismo peso, sin distinguir entre quienes producen y quienes reciben rentas de los anteriores, vía coacción estatal.

El resultado es una clase política que, en su mayor parte, no ha cotizado jamás en el sector privado. Es decir, una clase social de ignaros en productividad, pero cum laude en derroche, y cuyo interés prioritario no es el bienestar de la sociedad, sino su perpetuación en el poder.

Es decir, la eternización del armatoste burocrático, convertido en un fin en sí mismo.

En La rebelión de las masasJosé Ortega y Gasset escribe:

“¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado. Pero, al fin y al cabo, el Estado se compone aún de los hombres de aquella sociedad. Mas pronto no basta con estos para sostener el Estado, y hay que llamar a extranjeros: primero, dálmatas; luego, germanos. Los extranjeros se hacen dueños del Estado, y los restos de la sociedad, del pueblo inicial, tienen que vivir esclavos de ellos, de gente con la cual no tienen nada que ver. A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa”.

«El esqueleto se come la carne en torno a él». No hay mejor definición posible del estatismo.

Previendo ese desenlace, los griegos acuñaron el término oclocracia (el gobierno populista de la muchedumbre) para definir la fase final de toda democracia.

Es importante comprender que la oclocracia no es un tumor de la democracia, es decir una enfermedad en un cuerpo sano. Es su destino natural.

Porque la democracia, por su propia naturaleza empática, degenera siempre en oclocracia. Siempre.

Pedro Sánchez es el ejemplo más obvio de ello. España es hoy una oclocracia y prueba de ello son La 1, los sondeos del CIS, el BOE o los debates del Congreso de los Diputados.

Sea como sea, el pacto europeo entre capitalismo y rentistas de lo público generó prosperidad durante sus primeras décadas de vida porque, como dijo Margaret Thatcher, “el socialismo funciona hasta que se le acaba el dinero de los demás”.

Sin embargo, cuatro factores lo han hecho descarrilar.

1. El primero, la elefantiasis del propio Estado socialista, que ha aumentado su tamaño hasta okupar la mitad del PIB nacional.

El 49,4% de media en los países de la UE.

El 45,4% en España, aunque con un PIB per cápita un 11,6% inferior al europeo.

2. El segundo, las raquíticas tasas de natalidad, provocadas por el deterioro de la calidad de vida en la UE y por la influencia de unas modas sociales que satanizan la familia y la oponen a una presunta autorrealización que ha llevado a tasas epidémicas de soledad y depresión.

En España, los 318.005 nacimientos de 2024 son un 0,8% menos que en 2023. Nuestro mínimo histórico desde 1941.

Ese desplome coincide con la llegada de los baby boomers a la edad de jubilación. Durante los siguientes diez años se jubilarán en España 6,5 millones de personas.

3. El tercero, la inmigración, que llega en masa a las costas europeas no en busca de trabajo e integración, sino de un Estado del bienestar que promete exactamente lo contrario: rentas sin necesidad de integración.

En 2024, España tuvo un saldo migratorio positivo de 500.000 personas por tercer año consecutivo. El mayor de toda la UE.

4. El cuarto, unas políticas económicas suicidas que han llevado a acuñar la expresión “Estados Unidos inventa, China copia y Europa regula”.

Incapaz ya de producir bienestar, el socialismo europeo, amenazado en el plano militar por Rusia y colonizado en lo económico por China y Catar, así como por otros actores menores, pero muy activos en el terreno del espionaje y el soborno de altos funcionarios, intenta ralentizar su decadencia aumentando su voracidad extractiva, incrementando la normativa burocrática e imponiendo la censura con el pretexto de la desinformación.

El resultado es el crecimiento exponencial de los partidos antisistema.

Abocado a esa decadente realidad, el socialismo, experto en el maquillaje de sus fracasos históricos, ha ideado una nueva doctrina cuyo objetivo es presentar las consecuencias de sus políticas como algo no sólo beneficioso, sino deseable.

Y no ya deseable desde el punto de vista económico, sino también desde el punto de vista moral.

Es la romantización de la pobreza.

La idea es sencilla. Si el Gobierno sólo es capaz de generar pobreza, el socialismo sociológico venderá la pobreza como un fin deseable, rentable y éticamente inevitable.

Y de ahí titulares en los medios como:

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Todos estos son titulares reales.

El Gobierno español, por su lado, publicita en redes el aumento de la pobreza en España felicitándose por el incremento de perceptores del Ingreso Mínimo Vital.

Al lector que le interese la sintonía no ya coyuntural, sino estructural, del socialismo con el islamismo y sus redes de “protección social”, le recomiendo este artículo de Daniel Ben-Ami titulado Lo que el islamismo y la izquierda tienen en común.

La consecuencia de esta deriva no será, como aventura Michel Houellebecq en Sumisión, una alianza de la izquierda con el islamismo, sino la ocupación del liderazgo de los partidos socialistas tradicionales por políticos islamistas, primero aparentemente woke (como Zohran Mamdami en Nueva York o Sadiq Khan en Londres), y después abiertamente radicales.

¿Nos apostamos algo a que ese es el futuro de Occidente?