Por si faltara alguna prueba de la utilidad política de las celebraciones del cincuentenario de la muerte de Franco, el jueves el Gobierno encontró en ellas su providencial sudario.
Que la condena al Fiscal General se conociera precisamente el 20-N y que poco después Sánchez asistiera a un acto de presentación de la serie del 23-F fue el único alivio de luto para quienes se encontraron con el más duro mazazo institucional desde que llegaron al poder en 2018.
Porque no se trataba solamente de una sentencia firme contra el miembro del clan encargado de representar la defensa del principio de legalidad, sino que la condena implicaba el levantamiento del velo sobre la guerra sucia practicada desde el entorno del presidente contra sus adversarios políticos.
La confirmación de que, como escribí el pasado domingo, García Ortiz había actuado, desde el mismo “marco mental de los GAL”.
Y para colmo con una cuádruple implicación personal del presidente: al nombrarle, al reclamar que se le pidiera perdón, al instarle a mantener el cargo en el banquillo y al proclamar su inocencia en plena vista oral. La credibilidad pública de ambos estaba indisociablemente unida.
Tan claro tuvimos esa tarde que era insoslayable pedir la dimisión de Sánchez como que no haría el mínimo de amago de asumir su flagrante responsabilidad política.
Mientras su mujer, su hermano, su primer secretario de organización, su segundo secretario de organización, su fontanera y ya veremos cuantos altos cargos más sigan camino del banquillo, Sánchez no tiene esa escapatoria que el poder siempre ofrece a la dignidad.
El prisionero de la Moncloa disfruta de una cárcel de barrotes dorados sin escapatoria.
Si él saltara por la ventana como un Pablo Iglesias cualquiera, ¿quién pagaría a los abogados, a los corifeos del partido, a los colocados por los socios y a los medios de comunicación públicos y concertados que diariamente manipulan y falsean la realidad a su favor?
A falta de salida de emergencia, a Sánchez sólo le queda vivir en el incendio, avivar lo más posible las llamas, impulsando el viento hacia las posiciones enemigas para causar el máximo destrozo.
Por eso los próximos meses serán tan peligrosos. Y en las elecciones, cuando las haya, habrá que optar entre él y alguien que no sea él. Entre autocracia y democracia.
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Para entender lo que está pasando en España hay que fijarse en la sicofonía espiritista que Sánchez viene manteniendo con el cadáver de Franco, con resultado doblemente nocivo para los españoles.
Atribuir al Tribunal Supremo un “golpe de Estado” como han hecho de forma explícita los socios de Sánchez y de forma implícita varios miembros de su gobierno, supone evocar a los del 18 de julio y el 23-F.
Y crear, por tanto, una escenografía que legitima cualquier descalificación e improperio contra los magistrados.
Desde el propio jueves la escalada está siendo infame. Óscar López, en funciones de ministro portavoz anti-Ayuso, les ha acusado de “condenar a un inocente sin pruebas”. O sea, de prevaricar.
Todavía no conocen la sentencia. Pero en los medios gubernamentales de los que brotaron todos los testimonios exculpatorios para García Ortiz existe barra libre contra el tribunal. ¿Cómo es posible que hayan creído más a la UCO que a nuestros periodistas que empeñaron su palabrita del niño Jesús?
La clave profunda de la manipulación reside en la pretendida ósmosis entre la derecha judicial, el PP, Vox y el franquismo, mediante la tramposa técnica de las fichas de dominó.
Como algunos magistrados de la Sala Segunda fueron promovidos por vocales conservadores que habían sido propuestos por el PP, como entre los dirigentes del PP hay algunos que coinciden con algunas de las posiciones de Vox y como entre los militantes de Vox no faltan los benevolentes con el franquismo, es evidente que todos ellos forman una misma amalgama de ultraderecha reaccionaria.
De ahí los codazos de complicidad entre la peña socialista cuando Sánchez denunció, a las pocas horas de la condena a García Ortiz, “los abusos de poder” de quienes pretenden “tutelar” la democracia en contra de la soberanía popular.
Es un paso más en la teoría de la conspiración, desarrollada tras la imputación de Begoña Gómez. Ya no son sólo el juez Peinado, la juez Biedma, o el juez Hurtado. También los cinco magistrados que tan clara han visto la culpabilidad del Fiscal General “más allá de toda duda razonable” forman ahora parte de una “operación política” encaminada a derribar al Gobierno en sintonía con la “máquina del fango”, la “fachosfera” y los “pseudomedios”.
La necedad es de tal calibre que cuesta creer que quienes comulgan con esa rueda de molino estén en su sano juicio.
Pero es el último ejemplo de cómo Sánchez y la imagen histórica de Franco, o más bien su fantasma, se necesitan y retroalimentan. De ahí el ritual de nigromancia al que periodistas e intelectuales orgánicos se dejan arrastrar dócilmente por las orejas.
O por los bolsillos.
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Estamos ante una de las grandes paradojas de la política contemporánea. Y ante una de las palancas más eficientes de la nefasta polarización que infecta a los españoles.
Desde que llegó a la Moncloa hace siete años y medio, Sánchez ha convertido la figura de Franco en elemento central de su estrategia de movilización electoral.
Recordemos, de hecho, cómo la exhumación de los restos del dictador del Valle de los Caídos en octubre de 2019 tuvo lugar apenas tres semanas antes de la repetición de las elecciones generales. Fue de hecho el pórtico que dio paso al primer gobierno de coalición entre la izquierda y la extrema izquierda.
Y al final de esa legislatura el frenesí de los desenterramientos se hizo recurrente con la ouija de la Ley de Memoria Democrática del 22 como catapulta.
En abril del 23, un mes antes de las municipales y autonómicas, se exhumaron los restos de José Antonio Primo de Rivera. En julio de ese mismo año, tras convocar por sorpresa elecciones generales, Sánchez anunció durante la campaña nuevas exhumaciones en Cuelgamuros. Y en abril del 24, en víspera de las elecciones vascas, realizó una visita inesperada a ese lugar para supervisar las extracciones de restos.
“Una de las cosas por las que pasaré a la Historia es por haber exhumado al dictador”, proclamó campanudo, en noviembre del 22, en su ya colonizado Ateneo de Madrid.
De ahí que resulte tan notable el efecto bumerán, detectado esta semana por nuestro sondeo del cincuentenario. Resulta que la mayoría de los españoles repudia ese traslado de los restos de Franco.
Algo aparentemente contradictorio con el respaldo que el 68% expresa hacia la exhumación de fosas comunes y la recuperación de restos de víctimas por sus familiares. Pero es lo que media entre la reparación humana y la demagogia política.
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Qué ingenuo resultó ser Aznar cuando el 12 de marzo de 2000, tras obtener mayoría absoluta en su reválida electoral, me dijo que esa noche “se había acabado la guerra civil como argumento electoral”.
Más de un cuarto de siglo después no sólo seguimos con la matraca del retrovisor, sino que esa dinámica de acción y reacción se ha intensificado con la falaz presentación del aniversario de la muerte de Franco como el año de la “recuperación de la libertad”.
Ese trampantojo ha permitido a Sánchez movilizar al electorado de izquierdas, presentarse como guardián de los valores democráticos y ante todo identificar al PP con el involucionismo, martilleando sin cesar que “cada se parece más a Vox”.
Pero tanta exageración e insistencia han terminado provocando que el tiro salga por la culata y en lugar de relegar a Franco al olvido histórico en el que yacía, ha resucitado el debate sobre su figura.
La consecuencia ha sido el consiguiente maniqueísmo hispano: basta que algo tenga partidarios para que broten sus detractores y a la inversa.
De ahí que entre el hasta hace poco ridículo grupúsculo de nostálgicos esté cundiendo la idea de que Sánchez se ha convertido en el mayor promotor del conocimiento del franquismo. E incluso se haya llegado a escribir que cada acto de presentismo retrospectivo contra el dictador está suponiendo “un empujón de su figura hacia la gloria”.
Sólo así se explica que más de uno de cada tres españoles, incluida la mitad de los jóvenes, considere que Franco fue “un dirigente adecuado para un momento convulso de la Historia”.
Tanta exageración e insistencia han terminado provocando que el tiro salga por la culata y en lugar de relegar a Franco al olvido histórico en el que yacía, ha resucitado el debate.
Tras los 50 años de la muerte del último dictador vienen los 90 del inicio de la última Guerra Civil. Nuevos fastos para la confrontación nos aguardan.
No hace falta recurrir a la IA agentiva para darse cuenta de la importancia de subrayar lo de “último” y “última”, porque entre la caída de Primo de Rivera y la muerte de Franco transcurrió menos de medio siglo y entre la Tercera Guerra Carlista y la del 36, sólo seis décadas y no nueve.
Insisto en ello porque lo que la Historia de España nos muestra son patrones recurrentes. En el siglo XIX hubo cinco guerras civiles y múltiples dictaduras bajo el paraguas de la monarquía absolutista. Los tres primeros cuartos del siglo XX se limitaron a observar la pauta.
Sólo la Transición y la Constitución del 78, impulsadas por Adolfo Suárez, quiebran ese destino fatídico. Por eso no podemos permitir que el callejón sin salida en el que se ha metido Pedro Sánchez, víctima de su propia ambición y falta de escrúpulos, nos devuelva al punto de partida.
En una de las frases más reveladoras de lo dañino que empieza a ser para nuestra sociedad, Sánchez dijo hace poco, refiriéndose a la polémica sobre el significado histórico de la Casa de Correos que “al revisionismo se le llama concordia”.
Desde ese día yo llevo en el móvil y voy enseñando por doquier el grabado que muestra el abrazo que se dieron en el balcón de ese edificio Espartero y O’Donnell, líderes de la España progresista y de la España conservadora, tras la revolución de 1854.
No podemos permitir que el callejón sin salida en el que se ha metido Pedro Sánchez, víctima de su propia ambición y falta de escrúpulos, nos devuelva al punto de partida.
¿Por qué no poner una placa recordando algo tan positivo como eso, en lugar de una que recuerde que en ese inmueble se cometieron torturas durante el franquismo, equivalentes a las que se practicaron en tantas checas de Madrid durante la República?
Al menos tan significativo, desde un punto de vista histórico, sería lo uno como lo otro, pero el drama reside en que la ecuación que Sánchez explota de manera egoísta y perversa es exactamente la opuesta a la que formula.
Porque él, hijo de la burguesía acomodada, estudiante, profesor y doctor por una universidad privada, padre orgulloso de una alumna también matriculada en un centro de élite, partícipe a título lucrativo de los turbios negocios de su suegro, a la concordia le llama “revisionismo”.