- Si Sánchez eligió fiscal a un declarado delincuente, el responsable del nombramiento debe dimitir. Como probablemente sucederá en los casos de Ábalos y Cerdán
Es muy difícil ir más lejos en la senda de la sordidez política. Después del anuncio de la condena del Tribunal Supremo al Fiscal general del Estado, el deber de Sánchez (valga la extravagancia de la expresión) es dimitir y convocar elecciones generales. Naturalmente, no lo hará. No parece que exista ningún precedente en las democracias occidentales de un hecho igual. El análisis jurídico debe esperar a la publicación de la sentencia. Pero eso parece importar poco. Lo que se aplaude y denigra es, respectivamente, la mera condena. El Gobierno ya había decretado la inocencia del acusado, en manifiesto homenaje a la independencia judicial. La verdad es que, por el contrario, existen indicios más que suficientes para la condena.
El primer motivo, político y moral, aunque no jurídico, para la dimisión de Sánchez es la necesaria asunción de la responsabilidad política. Él mismo lo declaró con su pregunta retórica: ¿De quién depende el Fiscal? Por supuesto de él, que es quien lo nombra. Si ha elegido a un declarado delincuente, el responsable del nombramiento debe dimitir. Como probablemente sucederá en los casos de Ábalos y Cerdán.
La reacción de algunos dirigentes políticos, entre ellos al menos un ministro, afirmando que la sentencia, conocida solo en su fallo, es un golpe de Estado judicial, es una barbarie miserable. En ese caso, cabría conjeturar que las condenas del caso Gurtel, que no alcanzaron las cimas de poder como en los casos actuales, también lo habrían sido. Y, por cierto, con éxito, ya que Rajoy perdió el poder.
La sentencia es firme e inapelable. El Supremo es el máximo órgano jurisdiccional. El condenado podría interponer recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional por presunta vulneración de derechos constitucionales fundamentales. Esta pretensión no parece que tenga ningún apoyo jurídico. Lo que procede es el acatamiento y el cumplimiento de la sentencia y, por lo tanto, la destitución del Fiscal y la sustitución por otro. La Constitución establece que su designación compete al presidente del Gobierno, pero eso no impediría introducir algunas condiciones y requisitos exigibles al candidato. Utilizar la vía de la amnistía o la jurisdicción europea parece un tanto descabellado. La propia Unión Europea ha criticado el procedimiento español de nombramiento. Y ya que estamos en estas disquisiciones jurídicas, tampoco habría que omitir la posibilidad de que los magistrados del Constitucional puedan incurrir en un delito de prevaricación que sustanciaría el Tribunal Supremo. El artículo 102.1 de la Constitución establece que «la responsabilidad criminal del presidente y los demás miembros del Gobierno será exigible, en su caso, ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo». Si tan alto alcanza la eventual responsabilidad criminal, no parece que haya de detenerse ante los magistrados del Tribunal Constitucional.
El extravío democrático y constitucional de la mayor parte de la izquierda radical y extrema, cuando no el mero cinismo y oportunismo, están llegando al límite de que la existencia de la oposición, el control de la acción del Gobierno, la división de poderes y la responsabilidad criminal de los miembros del Gobierno son puro golpismo. Para ellos, las sentencias solo son justas o conforme a derecho si prevalece el criterio de los jueces «progresistas». No si se impone el criterio de los jueces «conservadores». Y naturalmente el criterio para determinar quiénes son unos y otros es su mera arbitrariedad y la conformidad con su interés. Con análisis tan finos y sutiles, la consecuencia es que los conservadores son golpistas por naturaleza. Quizá no haga falta recordar que un golpe de Estado pretende sustituir un régimen político por otro, y no un gobierno por otro. En caso contrario, la democracia consistiría en un golpe perpetuo.
Pedro Sánchez es una perfecta confirmación de un viejo dictamen de Platón que escribe en su República estas sabias y olvidadas palabras: «He aquí, sin embargo, la verdad: la ciudad en la que los que deben mandar son los menos deseosos de mandar es la mejor y la más pacífica, y ocurre lo contrario en aquella donde tienen la disposición contraria». Las ciudades bien gobernadas son aquellas en las que manda quien no quiere mandar.