Jesús Cacho-Vozpópuli

  • Es un autócrata dispuesto a todo antes de renunciar al poder

20 de noviembre de 1975. Alguien llamó a nuestro piso en Rosalía Trujillo, 13.000 pesetas mes de alquiler, una perpendicular a José del Hierro, barrio de la Concepción arriba. Alguien del partido. “El Partido” era entonces el Partido Comunista de España, el PCE, el único que había hecho oposición al franquismo desde aquel famoso “cautivo y desarmado” del año 39. Que había que buscar un lugar seguro para dormir esa noche. Que ningún militante se podía quedar en casa. Miedo a que alguien llamara a la puerta a las 4 de la mañana y no fuera el lechero. De modo que a Áurea y a mí no se nos ocurrió mejor idea que irnos a esconder a Pedraza, Segovia. Recuerdo vivamente aquel bar en la plaza del pueblo, la televisión en blanco y negro, las colas de gente desfilando ante el cadáver del Caudillo en Madrid y los pedrazanos, como distraídos, jugando a la brisca aparentemente ajenos al drama que vivía España. Y aquellas escaleras de madera vieja subiendo a una habitación destartalada, mantas para combatir el frío, paredes encaladas y una bombilla amarillenta colgando solitaria del techo desnudo. Y los recuerdos de un niño crecido feliz en Villarmentero. La España pobre que se comía los mocos. El hambre que asaltaba a tantos después de la Navidad, cuando se agotaba la soldada del agostero. Los años con los Dominicos de Corias. El instituto Jorge Manrique de Palencia. Náutica en la Plaza Palacio de Barcelona. El descubrimiento de otros mundos, el cuestionamiento religioso, el despertar a la política. Periodismo en Capitán Haya de Madrid. Filosofía en la Complutense. Y el ansia de libertad. La esperanza, el sueño de un futuro mejor, la argamasa que mantenía unidos a los miembros de aquella célula del PCE que, en lugar de irse al cine con la novia, se reunía en secreto los domingos por la tarde para, a las órdenes de Nati Gálvez, debatir las encíclicas que el camarada Carrillo enviaba desde París a través de “Mundo Obrero”.

Todos dejamos «El Partido» tras el referéndum que ratificó la Constitución del 78. Todos emprendimos caminos más o menos liberales, excepción hecha de José María Barreda que se apuntó al socialismo. Al PSOE que nunca existió. «Cien años de socialismo y cuarenta de vacaciones», recitábamos con sorna. Creo que fue en el 73 cuando el Partido exigió a sus militantes que se identificaran como tales en sus lugares de trabajo o estudio. Y aquella clase de Historia Moderna en la Complu y aquel profesor que extrañamente me daba carrete, «tienes cinco minutos» me decía de tapadillo, y entonces uno, nervioso y atropellado, lanzaba su soflama ante un aula repleta que abría la boca como aturdida por el atrevimiento. Años después, aquel profesor apareció ufano investido de su condición de diputado socialista en el Congreso. No fue capaz en vida de Franco de un mísero guiño, un gesto de complicidad. Los socialistas no existían. El PSOE era un perro viejuno que dormitaba en las lindes de la Francia del exilio, sin la menor incidencia en aquella España que crecía, se desarrollaba, y casi todo lo consentía excepto que te metieras en política. «Hijo, no te metas», me decía mi madre. «Haga usté como yo, no se meta en política» decía Franco a sus ministros. Luego, en fecha reciente, han aparecido antifranquistas como setas en otoño. Todos mienten como bellacos. Recuerdo, primeros setenta, un tema de discusión propuesto por Carrillo a la militancia: había que trabajar «para hacer posible la aparición de un Partido Socialista fuerte, capaz de participar en el juego democrático a la muerte de Franco». Había que buscar socialistas bajo las piedras. Siguen presumiendo como cabrones de una oposición que nunca hicieron porque jamás estuvieron.

Por eso quieren ahora ganar una guerra que perdieron y una dictadura en la que se escondieron como conejos. Muchos de los militantes del pecé no aceptaron, no aceptamos, de buen grado las concesiones que el partido se vio obligado a realizar a cambio de su legalización, 9 de abril de 1977. Tardamos en darnos cuenta de que Santiago Carrillo, tan controvertido en tantas cosas, había prestado un servicio histórico a España aceptando las reglas de juego democrático y, tanto o más importante, desmontando aquel ejército clandestino que era el PCE. Porque sin el PCE no hubiera sido posible la Transición. La tarea que emprendieron Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda y el rey Juan Carlos. Las luces largas de un Monarca sin cuya determinación para traicionar los Principios Fundamentales del Movimiento que había jurado guardar no hubiera sido posible el mayor periodo de paz y prosperidad de que han gozado los españoles en su Historia.  Ellos y Santiago Carrillo. «Fue la sociedad española quien decidió el camino», escribe Ignacio Varela. Falso. Fueron mayormente cuatro. Los citados. El resto nos acoplamos. Nos dejamos ir en el río de la vida. Millones de españoles pasaron directamente de la Plaza de Oriente a la Casa del Pueblo dispuestos a votar al PSOE. Esta ha sido una democracia sin demócratas, algo que explica el triste horizonte que ofrece hoy esta querida Españita nuestra. Aquellos cuatro dieron pie al milagro de la reconciliación, prodigio asombroso si tenemos en cuenta que una amplia mayoría seguía vitoreando al Caudillo la víspera de su muerte en La Paz rodeado de tubos. Javier Cercas, especie de gurú sanchista, ha escrito en El País que “el antifranquismo era robusto a la muerte de Franco, aunque no lo bastante para imponerse al franquismo”. Mentira cochina. La multitud que llenó la Puerta del Sol la noche de la detención de Carrillo, 23 de diciembre de 1976, no llegaba a las 10.000 personas. Eso era todo. Todo el PCE. Cuatro gatos, no había más. El PSOE era entonces un grupito de pijos comiendo tortilla bajo una encina sevillana. El dictador murió en la cama, probablemente de aburrimiento.

«El Abrazo», el icónico cuadro que Juan Genovés pintó en 1976 duró apenas un suspiro, lo que tardó en consumirse el primer Gobierno de Felipe González. La crisis de 1993 —un millón de trabajadores a la calle— ocurrida tras los fastos del 92, vino a poner en evidencia la presencia de grietas en un sistema que daba alarmantes síntomas de agotamiento prematuro. Algunos, los menos, llegaron ya entonces al convencimiento de la necesidad de una reforma integral del mismo (los problemas de la democracia se resuelven con más democracia), so pena de dejarlo morir por inanición. Se trataba de «un sistema nucleado en torno a un eje compuesto por Jesús Polanco abajo, Felipe González en el centro y el rey Juan Carlos arriba, al que ya se había incorporado lo más granado del capitalismo español, principalmente la gran banca, los March, los Ybarra, los Botín…» El caso de Polanco ilustra el drama de unos medios de comunicación carentes de verdaderos empresarios vocacionales, sustituidos por simples pillos dispuestos a enriquecerse al lado de las grandes fortunas. Los ricos del lugar habían descubierto que era más fácil hacer negocios a la sombra del poder político que en la soledad del libre mercado y ahí siguen, rindiendo pleitesía a un piernas como Pedro Sánchez. Habían nacido los Florentinos. «El negocio de la libertad» (Editorial Foca) o el relato de quienes hicieron de la libertad un negocio. El viejo desdén por la libertad a secas de unas elites carentes de dimensión ética, que siguen haciendo buena esa ausencia de hombres de Estado que denunciaba Azaña o de minorías selectas que lamentaba Ortega. Si este país hubiera dispuesto de una sociedad civil fuerte y de unas elites —en lo político, lo económico-financiero y lo social— acostumbradas a vivir en democracia, tendrían que haber puesto ya entonces manos a la obra en el reseteo de la Constitución para haber corregido lo obvio, una vez desaparecida la excusa del golpe militar. Nada se hizo. A nadie convenía ya. Nuestro “régimen de partidos”, PSOE y PP, con la guinda del Rey trincón coronando el pastel y los nacionalismos de derechas catalán y vasco en su papel de monaguillos abusadores (además de traidores), habían ya decidido seguir chupando de la ubre del sistema hasta rendirlo por agotamiento. Para entonces, nuestro “Estado de Corrupción” había ya echado profundas raíces.

En el capítulo de desgracias patrias hay que apuntar las dos mayorías absolutas de las que dispuso la derecha democrática para haber cambiado la suerte del país poniendo rumbo hacia una España liberal, ambas lastimosamente desaprovechadas tanto por el soberbio Aznar como por el insolvente Rajoy. Nada, en cualquier caso, comparable a la aparición en escena en marzo de 2004, tras la mayor masacre de nuestra historia reciente, derrota resignadamente aceptada por un silente Juan Español, de un disminuido apellidado Zapatero que se propuso, antes de corromperse apadrinando dictadores, la hercúlea tarea de reescribir la historia del último siglo ganando una contienda que la izquierda perdió en el campo de batalla y arramblando con la reconciliación entre vencedores y vencidos, quizá el acto de mayor altura moral que registra la entera historia de España. Y ahora, un sinvergüenza sin ideología conocida, al frente de las mismas siglas, pretende rematar la faena devolviendo la nación a las trincheras de la guerra entre hermanos, dinamitando España y «multiplicando el número de sus agonías» (Borges, El Aleph). Especialista en perder elecciones, este Sísifo de puticlub sabe que su sola opción, la única manera de superar la ingente montaña de la corrupción familiar que le ahoga, su corrupción, consiste en volver a percutir en la división entre españoles, acentuando la polarización, insuflando odio entre hermanos y sacando a pasear el cadáver de Franco cada vez que se encuentra en apuros.

Calificaba esta semana el diario gubernamental de Joseph Oughourlian y Martínez Ahrens (peor que el de Pepa Bueno, que ya es decir) de «etapa oscura y vengativa» al franquismo, «aquel sanguinario régimen» (sic). Para sanguinario, el régimen de los ayatolás iraníes: más de mil penas de muerte en la horca cada año a disidentes políticos. O, sin necesidad de ir tan lejos, los más cercanos de la Cuba de los Castro o la Venezuela de los Chávez y Maduro. Incluso esa República Dominicana donde la banda de Sánchez esconde su pasta. «El franquismo no fue capaz de resolver ninguno de los grandes problemas históricos planteados en España», se leía también en la editorial de Pepe Ogurlian. Lo intentó la Transición, y durante muchos años dio la impresión de haberlo logrado. El más importante de todos: la convivencia entre españoles acostumbrados a matarse cada cierto tiempo con cuchillos cachicuernos, no con puñales dorados. Fue el intento más serio de acabar con las célebres «Dos Españas», de reconciliar esa España «en dos partes dividida / tengo el alma en confusión: / una, esclava a la pasión, / y otra, a la razón medida», empeño que los Gobiernos socialistas de Zapatero, primero, y de Sánchez, ahora, se han propuesto destruir, con la eficaz colaboración del Grupo Prisa, mediante la atroz polarización de la sociedad. “Nos conviene que haya tensión”. Se queja Lo País del «auge de la extrema derecha cincuenta años después de la muerte del dictador». De la extrema derecha y de la extrema izquierda. Toda la izquierda española es extrema ahora, una izquierda que, arriadas las banderas del progreso y la libertad, se ha metamorfoseado en ese engrudo apestoso de lo woke, lo climático, el género y demás basura ideológica enemiga mortal de la libertad, porque a esta izquierda lo que realmente le mete miedo es la libertad. Caminamos aceleradamente hacia una nueva tiranía. La reacción del sanchismo  a la reciente condena por el Tribunal Supremo del Fiscal General del Estado—en realidad una condena al propio Sánchez, puesto que fue él quien alentó la operación política destinada a destruir a la presidente madrileña Isabel Díaz Ayuso— ha encendido todas las alarmas entre la ciudadanía. Sánchez es un autócrata dispuesto a todo antes de renunciar al poder, y no se irá por las buenas, incluso perdiendo unas generales. Como diría el triste Arias Navarro: Españoles, Franco ha muerto pero Sánchez sigue vivo.

Los demócratas españoles no parecen tener más opción ahora mismo que la del voto mayoritario a cualquiera de las opciones de la derecha, en la esperanza de que ambas sean capaces de llegar después a algún tipo de acuerdo para la formación de un Gobierno dispuesto a abordar ese ramillete de reformas imprescindibles para luchar efectivamente contra la corrupción —la plaga de nuestro tiempo—, liberalizar la economía y sanear las instituciones. Un acuerdo con la obligación moral de incorporar al mismo a la izquierda democrática, lo cual implica apoyar la recuperación del mejor PSOE, tan lejos de este PSOE que, en palabras de Alfonso Guerra, «está en manos de bandidos y macarras, verdaderamente una banda que parecen Los Soprano«. Como en los años setenta, vuelve la prédica de Carrillo a la militancia del PCE sobre la necesidad de trabajar en la recuperación de un partido socialista fuerte, porque la imprescindible reforma de la Constitución, cuyo fin último no puede ser otro que el de asegurar otros 50 años de paz y progreso, de convivencia cívica entre españoles, no será posible sin un amplio consenso entre la derecha y la izquierda democráticas. Valgan como epílogo las brillantes palabras pronunciadas el viernes por Felipe González con ocasión de la imposición por S.M. el rey Felipe VI del Toisón de Oro a los “padres de la Constitución” que siguen vivos, ceremonia a la que no asistió Sánchez, que va de suyo, ni Abascal (Santiago, con afecto, ¿quién te recomienda estas patadas de mulo manchego? ¿Qué queda en este Vox de aquel Vox capaz de ilusionar a tanta gente?): «Recuerdo las lágrimas en silencio de los jefes de Estado Mayor republicano y de los que procedían del Régimen en un acto conjunto que presidí. Tengo clavada en mi memoria su súplica: ‘que nunca más se vuelva a repetir’. La confrontación como principio es dañina para todos los pueblos, pero ha demostrado serlo en su grado más extremo para el nuestro. Por eso, en este tramo final de mi vida, se acentúa en mí la convicción profunda de que el cometido más importante que tenemos los españoles es preservar a toda costa esta paz civil, un marco de convivencia pacífica, que sea libre, ampliamente mayoritario y duradero. Eso es lo más trascendente para el bienestar colectivo».