Ignacio Camacho-ABC

  • La Transición es un mito generacional sometido a la erosión del tiempo. Pero aún es un ejemplo de voluntad de encuentro

La Constitución del 78, inspirada en la Ley Federal de Bonn hasta casi la literalidad en algunos párrafos, consagró en un régimen monárquico los valores republicanos que la deriva de la propia República había arrastrado al fracaso. Ése fue el gran éxito de la refundación democrática liderada por el Rey Juan Carlos tras heredar los poderes absolutos de Franco. Un proceso que su hijo calificó el viernes de revolucionario aunque en realidad se trató casi de un milagro: la reconciliación de vencedores y vencidos de la guerra civil sellada en un acta de paz que devolvió al pueblo la soberanía y las libertades expropiadas durante casi cuarenta años. La integración en la UE y luego en la moneda única acabaron de consagrar la normalización española bajo el Derecho comunitario; una historia de éxito que la ausencia de pedagogía política y la endogamia de la clase dirigente han ido desgastando hasta generar una patente sensación de desencanto.

La Transición es un mito generacional sometido a la erosión implacable del tiempo. No fue tan serena como la evoca la nostalgia de quienes la vivieron ni estuvo exenta de enfrentamientos que en varias ocasiones críticas la pusieron en serio riesgo. Pero se hizo, y se hizo bien, y si perdura como ejemplo no es sólo por la benevolencia retrospectiva que siempre embellece los recuerdos sino porque existió y triunfó una voluntad colectiva de superar los desacuerdos. Un esfuerzo de concordia que se echa de menos ante la polarización cismática que comenzó en la etapa de Zapatero y ha alcanzado su cénit en el actual Gobierno hasta dividir a la sociedad en dos bandos sin espacio posible de encuentro. Felipe VI predica en el desierto cuando apela al regreso a los fundamentos políticos y sociales que hicieron de España un país moderno. Para los ciudadanos más jóvenes, preocupados por un horizonte vital incierto, ese discurso se ha quedado irremediablemente obsoleto.

Si eso ocurre es por una desalentadora falta de respuesta institucional a los problemas surgidos en la última década y media. La precariedad laboral, la transformación digital, la diferencia entre salarios y pensiones o la dificultad de acceso a la vivienda han creado una peligrosa brecha de convivencia que sólo puede cerrarse mediante soluciones eficaces a necesidades concretas. Lo alarmante es la ajenidad, la ceguera voluntaria de una esfera pública ensimismada en cuitas internas, entregada a la agitación populista de instintos sectarios y al fomento irresponsable de las desavenencias. La atmósfera de desapego creciente barrunta sorpresas –no sólo electorales– susceptibles de afectar a las bases del sistema: se está fraguando una tormenta. Quizá sea menester resignarse a la caducidad inevitable de una época, pero al menos merecería la pena conservar sus mejores logros en la nueva. Si algo enseña la Historia es que el futuro nunca espera.