Manuel Marin-Vozpópuli
- De la moderación salieron los últimos cincuenta años de nuestras vidas. No hay por qué destrozar los próximos cincuenta
No es solo una reacción airada. Es el revanchismo elevado a la enésima potencia, una condena de muerte por lo civil o lo criminal contra el Tribunal Supremo. Lo del golpismo azuzado desde La Moncloa, siempre con palabras suaves y edulcoradas, pero con el colmillo de un dóberman, no es una opinión. Moncloa ofrece una versión oficial con apariencia de respetuosa, pero bajo la mesa azuza a la izquierda judicial más caduca y rencorosa: la condena al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, es una involución, un golpe de Estado y un ataque a la democracia real, que por supuesto solo representa la izquierda en su estrábico concepto de la vida. Dice Baltasar Garzón que ya no se siente seguro… Lo estaría mucho más comiendo con Villarejo. Lo que se puso en marcha el pasado jueves no fue una reacción oficial sobre una sentencia que interpela directamente al sanchismo y a su modo de ejercer el poder. Es una acusación de prevaricación en toda regla contra cinco magistrados y es una peligrosa declaración de intenciones. Ustedes, señores jueces, son unos golpistas. Es la guerra definitiva del sanchismo contra la independencia judicial y la esencia propia de la democracia.
Sánchez ha decidido que esto de condenar a un protegido, ahora sí un delincuente sin presunto que valga, es golpismo. Esto ya no va de expurgar delitos ni de interpretaciones jurídicas. Va de una rebelión del sanchismo contra la legalidad interpretada por quien puede y debe interpretarla, el Tribunal Supremo, al que la izquierda no sólo ha deslegitimado durante meses, sino que ahora, en la ofensiva final, hay que fumigar como si sus magistrados fueran insectos. Es la doctrina del sanchismo más autocrático. Si una sentencia te favorece, hay justicia libre e independiente; si no, hay ‘lawfare’, sentencias políticas y alzamientos patrocinados por togas herederas del franquismo. Algo me dice que en esta normalidad somnolienta con que los ciudadanos asumen que nunca pasa nada, no terminamos de asumir la gravedad de que el Gobierno esté replicando a la sentencia contra el fiscal general con un argumento tan guerracivilista, tan revanchista y tan autoritario.
España vive sometida a un terremoto destructivo de la moderación y de la lógica democrática. Una parte de la izquierda cree realmente que los jueces son admiradores de la dictadura fenecida hace cincuenta años y que se proponen rehabilitarla a través de sus sentencias. Y una parte de la derecha, especialmente joven, esa nueva y emergente generación de desarraigados de la democracia, se muestra nostálgica de una dictadura de extrema derecha. Una parte de la izquierda y otra de la derecha, ambas las más radicales, se ha negado a celebrar la efeméride que sembró la semilla de la democracia. E incluso el presidente del Gobierno ha celebrado el final del franquismo, pero se ha negado a celebrar la llegada de la democracia. Su mensaje ha sido nítido: no hay nada que celebrar. Es el triunfo del muro y de la fractura. Es la ganancia de ese odio secular tan a la española. Es el inquietante fracaso de un modelo en el que los extremos se retroalimentan y la moderación se convierte en un artefacto inútil.
Ahí están en las encuestas nuestros jóvenes, y algunos no tan jóvenes. El 36 por ciento de los españoles está a favor de lo que supuso Franco para España y el 56 por ciento, en contra, pero con empate entre los jóvenes (El Español). Un 21 por ciento de los españoles ve “buena o muy buena” la dictadura de Franco (El Confidencial). Una cuarta parte de los jóvenes ve preferible en determinadas circunstancias un régimen autoritario (El País). Es el sentido pendular de la historia. El desafecto por la percepción de que la democracia no deja de ser un régimen que facilita la corrupción y se hacen necesarios el orden, las certezas y la seguridad. La vivienda. La recuperación de un cierto sentimiento visual del patriotismo. Y también religioso. La democracia es demasiado etérea y deslavazada para ellos. Añoran un autoritarismo que no han vivido, capaz de resolver problemas por la vía de la imposición. No creen en la justicia y en los tribunales. No creen en la actividad parlamentaria. No creen en el buenismo. Ni siquiera interpretan que lo suyo es populismo puro y duro, y desean lo que no han conocido sencillamente porque lo que conocen no les agrada. No les resuelve. Precariedad laboral, complejo acceso al sistema, pérdida de expectativas de futuro…, y el creciente sentimiento de que los mayores se apropian con sus pensiones de la inversión que un Estado debe hacer en una juventud desatendida.
Esta es la consecuencia del muro y de una falsa memoria histórica. Es la conformación de una vendetta fatídica. La izquierda ve superada la Transición por pura egolatría y por esa absurda contradicción de un progresismo vengativo que dice invocar la convivencia pero luego la destroza. Es lógico que emerja un sentimiento radicalmente opuesto en busca de soluciones y de otros afectos que la democracia no les da porque han llegado a la conclusión de que está diseñada contra ellos. Revisen los porcentajes de descontentos en esas encuestas. El sectarismo es lo que tiene. Algo hemos hecho mal en la confianza de que el liberalismo, por encima de derechas o izquierdas, iba a mantener la paz social y sería el eje de cualquier solución para un Estado. Nuestra democracia envejece mal. Unos querían tomar el cielo por asalto y ahora otros quieren tomar el suelo por cojones. Esta es la realidad que un moderantismo desgastado acobardado debe saber gestionar mucho mejor si quiere evitar que la grieta se agrande. Porque, fieles a nuestra historia, lo que hay hoy es una pugna tóxica irreversible.
Vox es un partido democrático. Mucho más de lo que jamás serán Esquerra, Alianza, Junts o Bildu. Vox no es la involución hacia nada. Simplemente se está limitando a recoger un descontento social en amplias capas urbanas y rurales, especialmente jóvenes, con un discurso drástico. Cualquiera desde la izquierda que pretenda figurarse en Abascal un nuevo Franco se equivocará. Solo alimentará más la evidencia. Su mensaje, guste o no, cala en una realidad social convulsa y decepcionada, y Sánchez lo utiliza con ventajismo. Vox solo ha encontrado una veta, una lógica… y muchos en la izquierda podrán hacerse los ofendiditos, podrán creer la farsa de que España está a un paso del franquismo redivivo, o podrán sobreactuar todo su miedo a la ultraderecha. Pero no están sabiendo leer la realidad ni en Europa ni en España. La moderación, los equilibrios o la ecuanimidad ya no están de moda. Y los están desguazando los extremos. Unos, a la izquierda, por su excitada sobreactuación contra un falso golpismo. Otros, a la derecha, porque denunciándolo invocan el muro ideológico exactamente igual que Sánchez. El drama es esta progresiva defunción de la moderación porque de ella salieron los últimos cincuenta años de nuestras vidas. Y no hay por qué destrozar los próximos cincuenta con más fracturas innecesarias.