- Treinta y cinco años después, Rusia y Estados Unidos acuerdan dividir Ucrania, en beneficio de la primera, a cambio de despejar la vía diplomática para llegar a compromisos sobre materias primas, la gestión del Ártico –líneas de navegación y materias primas– y la relación con China
En 1991 la Unión Soviética colapsó, dejando un terrible legado. Poco después y mediante un referéndum la república de Ucrania recuperó el pleno ejercicio de su soberanía, abriendo el camino a otras repúblicas que habían estado sometidas al dictado de Moscú. En 1994 se trató de resolver uno de los flecos más delicados de aquella operación, qué hacer con las capacidades nucleares dispersas entre estados que habían formado parte de la Unión. Mediante el Memorándum de Budapest, Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán depositaron ese armamento en la Federación Rusa a cambio del reconocimiento de su soberanía y del compromiso de Rusia, Estados Unidos y el Reino Unido de no amenazar o usar la fuerza contra ellas. Perdían el elemento fundamental de su disuasión, pero a cambio ganaban el compromiso de las dos grandes potencias, en el momento histórico en el que tenían que afrontar un futuro en clave nacional.
Treinta y cinco años después, Rusia y Estados Unidos acuerdan dividir Ucrania, en beneficio de la primera, a cambio de despejar la vía diplomática para llegar a compromisos sobre materias primas, la gestión del Ártico –líneas de navegación y materias primas– y la relación con China.
Entre 1991 y 2025 Estados Unidos ha transitado desde el sueño de la consolidación del ‘orden liberal, tras el fin de la Unión Soviética y el proceso de globalización, a concluir que dicho orden no responde a sus intereses nacionales y que, por lo tanto, la promoción de la democracia o la contención del expansionismo no son materias que deban preocuparle. Washington lideró la reacción a la invasión rusa de Ucrania, empujándonos al compromiso de devolverle su territorio de soberanía, y hoy encabeza la procesión de su entierro. Todo ello en un marco diplomático caracterizado por la improvisación, las palabras altisonantes y numeritos más propios del show business que del ejercicio de la alta política. Ciertamente, no estamos acostumbrados a enfrentarnos a un documento que refleje de forma tan burda el estado de una negociación para poner fin a una guerra. Los veintiocho puntos parecen haber sido escritos por unos cuantos ‘colegas’ en la barra de un bar. Es sabido que no ha intervenido ningún diplomático o profesional especializado en la materia y se nota. Ideas contradictorias, sin sentido, expresiones inapropiadas, dando por sentado lo que aprobaría la OTAN o la UE… un disparate en las formas y una bellaquería en el contenido.
Trump tiene prisa por cerrar este tema. Para él es sólo un estorbo en su interés por hacer negocios con Rusia. Ha tratado de entenderse con Putin y no lo ha conseguido. Le ha presionado apoyándose en los aliados y tampoco ha logrado nada. Finalmente, ha concluido que bastaba ya de perder el tiempo y cede ante Moscú a cambio de poder acordar lo que realmente le importa. Con ello ha roto el último vínculo de confianza que le quedaba con el Viejo Continente sin lograr evitar que Putin siga enredándolo para llevarlo, aún más, a su terreno. Trump se ve a sí mismo como un macho alfa, pero para la élite rusa, altamente profesionalizada, no es más que un bocazas que no para de destrozar su propio campo, la Alianza Atlántica, sin entender cuáles son los auténticos intereses norteamericanos. El Kremlin no va a hacer nada para ayudarle a ver la luz, pero sí todo lo que esté en su mano para dividir al bloque occidental. El populismo es su gran aliado y lo alimentará todo lo que pueda.
El bloque europeo no puede aceptar la modificación de las fronteras de Ucrania. En primer lugar, porque esta es la quinta operación rusa dirigida a recuperar su pasado imperial. Moldavia, Georgia, Crimea y el Donbás la precedieron. Nadie en la región duda de que habrá una sexta si no se contiene esta deriva de manera inmediata. Si hemos llegado a la presente situación es porque se quiso satisfacer la ambición rusa con anteriores claudicaciones. De aquellos polvos vienen estos lodos. En segundo lugar, porque supondría renunciar a uno de los principios sobre los que se ha levantado el sistema de seguridad europeo. Abrir la veda de la rectificación de fronteras por la fuerza, en un momento de auge de las formaciones políticas nacionalistas, es una irresponsabilidad que podemos llegar a pagar a un precio muy alto.
Los dirigentes europeos han reaccionado con una mezcla de perplejidad y prudencia. Era difícil creer que la diplomacia de EE.UU. fuera responsable de una chapuza y de una claudicación semejante, pero lo ha sido. A estas alturas nadie se puede engañar sobre lo que vale el artículo 5 del Tratado de Washington, ni sobre el estado de la cohesión de la Alianza Atlántica. Estamos en un tiempo nuevo en el que los europeos tienen que hacerse cargo de su propia defensa. El Viejo Continente no debe permitir la victoria rusa en Ucrania. Si no es capaz de evitarlo, porque no puede, no quiere o no sabe cómo impedirlo, tendrá que asumir las consecuencias. Conviene no olvidar lo que Churchill espetó a Chamberlain a la vuelta de Múnich, cuando el premier creía haber evitado la guerra «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y tendréis la guerra».
En la perspectiva rusa, la guerra de Ucrania no es un fin en sí mismo, sino un paso más en la reconstrucción de su espacio imperial. Si alguien cree, como ocurrió en las cuatro operaciones precedentes, que ahora el Kremlin sí se va a dar por satisfecho es que no entiende nada o trata de autoengañarse. Cuanto más cedamos, más se van a envalentonar sus dirigentes. Ya sabemos que no podemos confiar en Estados Unidos. Habrá que tratar de mantener vínculos, pero la responsabilidad de lo que ocurra ya recae sobre nosotros.