- ¿A quién se juzga? ¿A aquel, astuto y delictivo, que fue un día? ¿O a este, ausente de sí mismo, que es ahora? Y, si a aquel, ¿en qué puede pagar este aquellos crímenes que consumó, hace medio siglo, otro que llevaba su nombre, su identidad civil y del cual nada queda?
Ese hombre, ahora anciano y –alegan sus abogados– mentalmente inhábil, fue, en días para él perdidos, Jordi Pujol. Bajo ese nombre y apellido, fueron cometidos actos memorables. Y más que verosímilmente delictivos. Al abrigo de la impunidad que garantizaba el omnímodo poder político asociado a esos nombre y apellido. Ahora son solo etiqueta de una residual piltrafa. La que, enfrentada a aquellos hechos del pasado, cuya memoria fue lijada por el tiempo, mueve a piedad ante los jueces. ¿Puede este residuo cargar con el penal precio que corresponde a las exacciones económicas que un déspota con fino sentido de la ganancia planificó en familia, hace medio siglo?
Es la tragedia del tiempo. Responde de lo hecho, alguien que no es ya el de entonces. Las cambios pueden ser sutiles, siempre que los consideremos en lapsos breves. En los plazos largos, un hombre pasa a ser otro. Y, al cabo, de cinco decenios, poco tiene que ver con el que era entonces. En los casos más extremos, la senilidad opera el milagro: y, de aquella mente que fue la de un hombre, no queda nada.
Es la dura paradoja de las responsabilidades: de las judiciales como de las éticas. Juzgar a aquel, cuya mente ahora ha muerto, en la figura del cuerpo que conserva solo su indigno nombre, su identidad civil y sus decrépitos olvidos, es una liturgia, sin duda, monstruosa. En un hombre como el que describen los abogados de este que sigue llamándose –tal vez en vano– Jordi Pujol, nada perseveraría de aquel sujeto que, para mal como para bien, existió y fue poderoso. Ahora, ni para bien ni para mal, es nada de todo aquello. El que robó hace medio siglo, bajo su mismo nombre e identidad civil, merecía la cárcel especialmente dura que cuadra a quienes roban al abrigo del Estado. Pero ese hombre ya no existe. Este de ahora, en cambio, cascajo huero en el cual nada pervive, es acreedor tan solo de piedad. Su cárcel metafísica es más dura que cualquier jaula que pueda ser maquinada: un muerto, inserto en un autómata.
La justicia choca inexorablemente con esa barrera de la realidad más áspera en el final de una vida humana: la pérdida de aquello en lo cual se cifra el privilegio supremo de ser hombre. ¿A quién se juzga? ¿A aquel, astuto y delictivo, que fue un día? ¿O a este, ausente de sí mismo, que es ahora? Y, si a aquel, ¿en qué puede pagar este aquellos crímenes que consumó, hace medio siglo, otro que llevaba su nombre, su identidad civil y del cual nada queda?
En un pasaje conmovedor de su Ética, el tan reacio a expansiones sentimentales, Baruj de Spinoza, cuenta una historia triste: «Ninguna razón me impele a afirmar que el cuerpo no muere más que cuando es ya un cadáver. La experiencia misma parece persuadir más bien de lo contrario. Pues ocurre a veces que un hombre experimenta tales cambios que difícilmente se diría de él que es el mismo; así, he oído contar acerca de cierto poeta español que, atacado de una enfermedad, aunque curó de ella, quedó tan olvidado de su vida pasada que no creía fuesen suyas las piezas teatrales que había escrito, y se le habría podido tomar por un niño adulto si se hubiera olvidado también de su lengua vernácula». Pero, ¿se puede acaso juzgar a un niño o a un muerto?
Tragedia de un poeta. O de un ladrón. Idénticas.