Gabriel Souto-Vozpópuli

  • La degradación democrática no empieza con la pobreza ni con la inflación ni con la corrupción. Empieza con la pérdida del pudor

Hay imágenes que deberían avergonzar a cualquier sociedad madura. La performance de semáforo desplegada en el Congreso ¨celebrando¨ los 50 años de la muerte de Franco, la de una especie de acróbata aficionada, pertenece a esas escenas que, sin ser graves en apariencia, son devastadoras en su significado.

Uno puede tolerar una mala ley o un discurso pobre; lo que no puede aceptar es que el Parlamento abdique de su dignidad. Y, sin embargo, ocurrió. Allí, en el centro del hemiciclo, donde deberían escucharse voces responsables, apareció el grotesco. Lo inquietante no fue la ocurrencia del Gobierno, sino la cantidad de diputados que, pudiendo levantarse, prefirieron quedarse sentados. Esa resignación silenciosa es la primera grieta de cualquier democracia.

Esto ya lo viví. Lo vi en Argentina, lo analicé en Venezuela y lo estudié en países donde trabajé para quienes se enfrentaban a estos gobiernos. La degradación democrática no empieza con la pobreza ni con la inflación ni con la corrupción. Empieza con la pérdida del pudor. Empieza cuando el poder decide reírse de sí mismo creyendo que así neutraliza la crítica. Por eso, lo del Congreso no es folclore. Es un síntoma. Es la señal de que España se adentra en una fase que conocemos en América Latina: ese proceso en el que el Estado deja de comportarse como Estado y pasa a actuar como tribu estética, como comparsa ideológica que ocupa el espacio público mediante gestos cada vez más burdos.

En Argentina ocurrió lo mismo cuando un grupo “musical” llamado Sudor Marika actuó en la Casa Rosada para celebrar la asunción del kirchnerismo. No era un acto artístico: era una declaración política. Una forma de anunciar que la solemnidad sería sacrificada en nombre del relato. Ahora, España avanza por ese mismo corredor.

Robaron todos ellos

Pero lo estético es solo la superficie. El problema real está debajo. La discusión sobre la corrupción española suele reducirse a comparaciones inválidas: que si Gürtel, que si Pujol, que si unos robaron más que otros. Claro que robaron; todos ellos. Es un mal extendido en la política universal. Pero lo que inauguran el kirchnerismo, el chavismo o el sanchismo no es simplemente corrupción económica, sino corrupción estructural. La corrupción clásica buscaba dinero.

La nueva corrupción busca poder irreversible. Aspira a controlar el aparato estatal, disciplinar funcionarios, anestesiar la prensa, domesticar jueces, vigilar opositores y convertir a la sociedad en espectadora desorientada. No le basta con un porcentaje de contratos: quiere que el Estado entero funcione como caja política y mecanismo de protección.

Lo que se investiga alrededor de Santos Cerdán, Koldo o Ábalos ya no son porcentajes: son tramas completas, clanes que operan como organizaciones de saqueo político. Y, hoy en día, el dinero huye siguiendo rutas políticas, no bancarias. Ya no solo aterriza en paraísos fiscales. Hoy va a Venezuela a través de Zapatero, o a Dominicana mediante operadores que nadie termina de identificar. Cuando cambian los colores, cambian las rutas: la corrupción se adapta como el agua al recipiente.

Pero para que estos gobiernos prosperen hace falta algo más: que el ciudadano deje de ser ciudadano y se convierta en cliente. Que espere prebendas, subsidios, identidades agraviadas, beneficios imaginarios. Es la lógica del correo del príncipe de Uganda: promete millones, pide un clic. Y cuando uno hace clic, el virus entra. El clic es un voto iluso.

Todo empieza a funcionar ‘a medias’

Hoy la democracia española sufre ese virus. Se cuela silencioso, opera desde dentro. No destruye ministerios: los vacía. No derriba instituciones: las ocupa. Todo empieza a funcionar “a medias”, “como antes pero distinto”. Hasta que un día el sistema operativo deja de responder y la pantalla queda negra.

Entonces descubrimos que la democracia ya no es nuestra: pertenece a quienes la manipularon desde dentro. Los efectos ya se sienten en la calle: inseguridad, machetes africanos, bandas latinas, barrios antes tranquilos visitados por el miedo. Y se sienten en la economía cotidiana: la cesta inalcanzable, los pequeños gustos convertidos en lujo, la imposibilidad de ofrecer a los hijos lo que desean, el coche que se usa menos, las cenas que se suspenden. La deuda crece. Los ingresos reales caen. El Gobierno pide más tiempo, como todos los gobiernos kirchneristas y chavistas. Pero ese tiempo siempre lo pagan otros.

España no avanza hacia el abismo: se desliza hacia él en un plano inclinado. Y cuando uno se desliza, frenar es mucho más difícil. El PSOE histórico es una víctima de esta deriva. Y digo PSOE por cortesía, porque las letras ya no describen la realidad. Ha perdido la P; de partido sólido le queda poco: sus expresidentes, sus viejas corrientes internas y hasta sus bases tradicionales ya no reconocen al sanchismo como continuidad legítima, sino como ocupación.

La O ha desaparecido, de obrero le queda casi nada: ese voto migró hace tiempo hacia otros rumbos. Y la E de español soporta un asedio inconcebible. Porque lo que se desdibuja no es una identidad: es el país. El sanchismo ha logrado que la bandera de todos se convierta en una sospecha, que llevar una pulsera rojigualda equivalga a declaración ideológica, que la idea misma de España sea vista como provocación. Ha dividido el territorio, ha fracturado lo común y ha convertido lo compartido en conflicto. Por eso, al PSOE solo le queda una letra viva: la S. No la de socialista. La de Sánchez.