Pedro González-Trevijano
- La democracia –el gobierno de la mayoría– sin libertad se transmuta en despotismo. En incorrecta expresión borgiana, en una »superstición» asentada en »el abuso de la estadística». De ahí el afianzamiento de la democracia constitucional que asegure la alternancia, el control del poder y la protección de las minorías
‘Mala tempora currunt’, malos tiempos corren, y hasta arrecian, para las sociedades democráticas vertebradas en regímenes constitucionales. Las bondades que nos prometíamos felizmente perdurables tras la II Guerra Mundial, y la ingenua creencia en la irreversible racionalidad y el perenne progreso, están en crisis. Cuando no en entredicho al abrirse, frívola o intencionadamente, las puertas a un reemergido tenebroso que creíamos periclitado. De entrada, nos reafirmamos en que no existe alternativa para la Política. Ortega lo reseñó con clarividencia: si el hombre abjura de esta, los amorales usurpadores metamorfosearán la realidad y horadarán nuestras vidas. Una acción encaminada a la tutela de la libertad. No era infundada la manifestación del presidente Adams de que «hubo de estudiar la política y la guerra para que mis hijos tengan la libertad de estudiar matemáticas y filosofía». Los retos –plasmados en la ‘Alegoría el buen gobierno’ de Lorenzetti– no son sencillos. ¿Que cuáles son? Servir las acciones precisas para la mejora de la existencia en sociedad. Y, entre ellas, la primigenia salvaguardia de su unidad. «No hay en España otro problema más grave –subrayaba Américo Castro– que el de su unión… negando el pasado común y olvidando que solo en la unión y el reconocimiento mutuo puede construirse un futuro digno».
Nos hallamos ante el mezquino cultivo de fingir más y mentir mejor. Los garrapatos bajunos y los emborronados embelecos de un tupido follaje campean, obra de advenedizos amanuenses, insultando la inteligencia de pueriles conciudadanos que se dejan deslumbrar por la embobada inercia. La comodidad y la desidia abanderan el orden del día de una sociedad civil desvertebrada. Y mientras los atributos encarnados en la figura del presidente Washington han sido barridos: «El estoicismo, la fortaleza frente a la adversidad, el coraje personal, y el sacrificio, la incorruptibilidad, la ausencia de ambición personal, el desprecio hacia intrigas y banderías».
Una política que integra dos exigencias. Primera, el partido que gana las elecciones dispone de legitimidad para imponer su programa, pero está impelido a gobernar para todos. De ahí las políticas de Estado: relaciones internacionales, educación, justicia… Y, en paralelo, los programas han de cumplirse. Es una cuestión de moralidad pública y de subsistencia de la democracia. ¿Qué sentido tiene otorgar el voto a una formación cuyo programa retuerce? Segunda, hay que salvaguardar tanto los preceptos de la Constitución, como su espíritu, principios y valores.
Unas rémoras que nacen de causas dispares. Una es la renuncia de los mejores a la política, mayoritariamente en manos de una profesionalizada estirpe con escasa formación-experiencia y sin cuarteles de invierno. Y casi nada de grandeza y de generosidad. ¿A qué se debe la diáspora? Estamos ante una postura tan comprensible como suicida. Carece de incentivos y es observada con desconfianza. Hasta es un lastre para reconstruir luego la vida profesional. Entre tanto, la oposición se ha transfigurado en irreconciliable schmittiano enemigo. De forma simultánea, algunos medios de comunicación, politizados cuál radicalizada clase política, ponen en arbitraria solfa la honorabilidad. Y, finalmente, las retribuciones se hallan lejos de la esfera privada. Adicionado por una voluble improvisación, ausencia de reflexión, aminorada entidad y falta de perspectiva. Simultáneamente se fija una agenda mediática para distraer de los verdaderos problemas, que obligarían a tomar medidas necesarias pero impopulares.
Si examinamos la escandalera política llegamos al desconsuelo: el triunfo de los toscos; la proscripción de todo juicio moral; las nuevas generaciones son desconocedoras de la verdad; la narrativa se distorsiona con añagazas mientras enraíza la posverdad y la historia se recrea. Es imprescindible una generación de juristas que «se sienta vinculada al orden democrático de libertades, que sepa –decía Rüthers– de la dimensión política de su profesión y que ponga sus herramientas al servicio de la Constitución y para su defensa».
La democracia –el gobierno de la mayoría– sin libertad se transmuta en despotismo. En incorrecta expresión borgiana, en una «superstición» asentada en «el abuso de la estadística». De ahí el afianzamiento de la democracia constitucional que asegure la alternancia, el control del poder y la protección de las minorías. Las barrocas soflamas de una asamblearia democracia participativa-popular son falsarias. Al tiempo, clases medias, bienestar y democracia son categorías interdependientes. A tales condiciones se agregan unos insoslayables niveles de educación. Las comunidades con letradas clases gozan de democracias sólidas. En el trasfondo se haya un fatídico populismo y una malaventurada partitocracia. El resultado conduce al sectarismo y al enfrentamiento, tras el ‘pan y circo’ ofrecido por las canéforas Leni Riefensthal de turno. Unas prédicas basadas en el enfeudamiento, el nepotismo y el clientelismo. ¡Su hoguera, como en la obra de Tom Wolfe, de las vanidades!
De esta guisa, los aideologizados cesaristas sátrapas, cual feroces Minotauros, han escapado de su enclaustramiento en el laberinto de Cnosos y ayerman el tiempo y el espacio. La historia muestra, apunta Bazela, la insolente ruta de sus efugios: «demoniza a la oposición como ilegítima, socava la independencia de las Cortes, elide la independencia de los medios, deslegitima a la sociedad civil, intimida a la comunidad empresarial, crea un nuevo capitalismo de Estado y recorta el espacio de la sociedad civil organizada». En el democidio sus huestes no trepan hoy las murallas de Troya. La traición se erige de forma sutil, pues el maquillado detractor se halla dentro. No necesitó de ganzúas. El cebo fue el encalado caballo que derrocó el desprevenido hacer de atolondrados ciudadanos que abrieron la puerta de la ciudadela y hasta de su corazón. En este errabundo viaje acompaña un acólito: la corrupción, cuyos tentáculos sustentan el patio de Monipodio. Favorecidos por el desprecio al Derecho, la cooptación de las instituciones, la mordaza del poder judicial y una malhadada aplicación de las nuevas tecnologías que contraen la realidad a los que piensan como uno y zahieren a los desafines. Máxime si terceras potencias maniobran en la desestabilización.
Autocracia y cleptocracia son un matrimonio, denunciaba Aristófanes, «para poder robar». Una corrupción, advertía Alejo Carpentier, que «se inicia por la palabra». ¿Qué hacer para no ser engullido? «Me repetiré –esgrimía Voltaire– hasta que me entiendan». Estar, cuál cirineo, al lado de la verdad. O en expresión de Julián Marías: «Que por mí no quede».
Las consecuencias de la partitocracia y del Estado de partidos saltan a la vista: los parlamentos son mera correa de transmisión de los partidos. Las amplias circunscripciones plurinominales, con listas cerradas y bloqueadas, conducen a un alejamiento de los ciudadanos. Siendo los más descarados y ausentes de límites quienes se han alzado con las banderas más partidistas. He aquí porque los «peores llegan –señalaba Hayeck– a lo más alto». ¿Acabaremos como en la Antigua Grecia, postulando el sorteo de los arcontes y además por un tiempo breve? ¿Sobrevivirá la democracia constitucional? De nosotros depende. Pero no esperen a Godot. ¡Godot somos cada uno!