Antonio Cazorla Sánchez-El Español
  • ¿Quién está dispuesto a escuchar que la Guerra Civil española no fue contra el País Vasco y su “pueblo”, sino también en el País Vasco y entre vascos?

El pasado 28 de noviembre, el rey Felipe VI acompañó al presidente de la República Federal Alemana a Guernica.

Allí, este último pidió perdón por el papel de su país, entonces gobernado por la dictadura nazi, en el tristemente famoso bombardeo del 26 de abril de 1937.

Como suele ocurrir en este tipo de ocasiones en las que una representación del Estado español (aparte de la permanente, no lo olvidemos, personificada por el lehendakari) va al País Vasco, los nacionalistas locales aprovecharon para decir cosas muy emotivas para ellos, pero que no se sostienen desde el punto de vista histórico.

No debe sorprender que EH Bildu dijese por boca del diputado Oskar Matute que el rey, el Partido Popular y Vox, que no acudió, son “los herederos de los responsables del bombardeo de Gernika y ante ellos no cabe la equidistancia ni el blanqueamiento”. Bildu siempre llora con un solo ojo; el otro suele estar vacío.

Tampoco extraña que Aitor Esteban, presidente del PNV, como ya hicieron en otras ocasiones dirigentes pretéritos del partido, haya aprovechado el momento para declarar que el Estado español y Felipe VI deben tener “el mismo gesto de petición de perdón” que Alemania por el ataque.

Ni que el lehendakari Imanol Pradales insistiese poco después en lo mismo en un artículo (Una exigencia democrática) publicado en elDiario.es, donde dijo además que “el pueblo de Gernika […] representa al pueblo vasco”.

¿Seguro?

El presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, acompañado por el rey Felipe VI, durante una ofrenda floral en memoria de las víctimas del bombardeo en Gernika, este viernes. Miguel Toña Efe

Es cierto que Guernica, como se llamaba entonces la villa (por favor, véanse los documentales de la época), fue atacada no por ser un objetivo militar, sino por su valor simbólico de sede de las “libertades” vascas, pero también porque estaba en territorio republicano y se quería aterrorizar a la población civil.

Es decir, que la bombardearon aviones extranjeros (los italianos echaron una mano) al servicio de los rebeldes españoles contra el Gobierno legítimo del Estado español.

Esos mismos aviones partieron en buena medida de territorio vasco controlado por las tropas que mandaban los generales que querían destruir, y al final lo consiguieron, la democracia española; por eso no tiraron bombas sobre las rebeldes Vitoria y Pamplona.

¿Quiénes apoyaban a los rebeldes y luchaban con ellos?

Pues, entre otros, en el primer caso, masas vascas y navarras entusiastas de la nueva Cruzada y, en el segundo, decenas de miles de vascos y navarros de todas las provincias encuadrados, y esto hay que señalarlo, como voluntarios sobre todo en los tercios carlistas.

Contra estos lucharon en los primeros meses de la guerra, antes de que surgieran los luego glorificados batallones nacionalistas de gudaris, sobre todo milicianos izquierdistas vascos, que a menudo no eran sino los denostados maketos o inmigrantes, cuya presencia tanto molestaba a un dubitativo PNV.

Pero los carlistas no estaban solos en su lucha contra la República sin Dios, pues tampoco hay que olvidar que el muy católico PNV apoyó la rebelión en Álava y en Navarra.

¿Y no había también vascos falangistas? Pues sí, tantos que fueron manos muy vascas (Juan TelleríaPedro Mourlane y Jacinto Miquelarena) las que años antes compusieron buena parte del Cara al Sol.

En definitiva, aunque es difícil hacer números, pues en la cuenta anda la trampa, es probable que más miembros del pueblo, sea lo que sea eso, vasco lucharon contra la República de forma voluntaria (no se cuentan aquí a los reclutados) que a su favor.

E incluso esto último es en cierto modo cuestionable, variable y reversible.

«Durante la Guerra Civil, dirigentes nacionalistas vascos se acercaron a las potencias democráticas (e incluso a los nazis) con ofertas de romper con la República a cambio de garantías de independencia»

Como es bien sabido, al caer los últimos reductos del País Vasco, el 24 de agosto de 1937, representantes del PNV firmaron con el alto mando italiano el llamado Pacto de Santoña, por el que aquel partido retiraba a sus veinte mil gudaris de la guerra a cambio de un trato especial.

Franco vetó el acuerdo y fusiló a los líderes y supuestos “criminales” que pudo agarrar (tres cuartos de los soldados que se rindieron acabaron en batallones de castigo, en libertad y/o integrados en el ejército rebelde; el resto fue encarcelado).

Pero, mientras tanto, el abandono de las líneas por esas tropas produjo un grave deterioro de las defensas republicanas en el Frente Norte, impidiendo un repliegue más ordenado.

La República consideró la rendición de Santoña una traición. No sería la última.

Tanto durante la Guerra Civil como durante la Segunda Guerra Mundial dirigentes nacionalistas vascos (y catalanes) se acercaron a las potencias democráticas (e incluso a los nazis) con ofertas de romper con la República a cambio de garantías de independencia.

Las libertades del resto de los españoles, con los que no se identificaban, les importaban bastante poco.

Durante el franquismo y después, muchos descendientes de carlistas y peneuvistas engrosaron las filas y los puestos directivos de los partidos nacionalistas y, por desgracia, de ETA.

Quizás el caso más notorio sea el del para nada añorable Xavier Arzalluz, experto en recoger nueces de árboles que otros zarandeaban con tiros en la nuca.

Entre sus muchas perlas xenófobas y tramposas destaca una soltada cuando la pintura Guernica de Pablo Picasso, un encargo pagado con dinero de la República, esto es, del denostado Estado español, volvió a España a finales de 1981 y se expuso en Madrid.

Entonces este señor dijo aquello de “Euskadi se lleva las bombas, y Madrid el arte”.

Se trataba de una declaración sorprendente de un antiguo sacerdote que se olvidó del mandato evangélico de honrar a su padre, Felipe, voluntario carlista en nuestra malhadada Guerra inCivil.

Se le pasó también recordar que miles de sus antepasados insurgentes (esos que a su paso dejaron un rastro sangriento desde Álava a la sierra de Guadarrama) no tomaron la capital del país por los pelos a finales de julio de 1936, pero en cambio sí que de inmediato la regalaron de obuses con mucho gusto y profusión.

Esto es, que Madrid se llevó las bombas (muchas más que Bilbao, San Sebastián Vitoria, Pamplona y Guernica juntas) durante más tiempo, casi tres años.

Y así regresamos a los eventos del 28 de noviembre pasado. Con los nacionalistas vascos de toda laya siguiendo con el juego bastante manido del español malo y verdugo contra el vasco bueno y víctima.

Contando, como los piratas de la canción de Joan Manuel Serrat, una historia que no es.

Engañándose ellos y tratando de embaucar al resto con perdones hipotéticos tan complejos como tendrían que ser forzosamente contradictorios, de muchas gentes y en muchas direcciones.

Por eso hizo bien el rey en no hablar en la ceremonia de Guernica. ¿Qué podría decir él, o nadie, ante tanta confusión ignorante o interesada?

¿Quién estaba allí dispuesto a escuchar que la Guerra Civil española no fue contra el País Vasco y su “pueblo”, sino también en el País Vasco y entre vascos?

Y, por último, ¿por qué no tendría el rey que pedir perdón también por otros episodios terribles como los bombardeos y sus miles de muertos de Madrid, por las bombas a que mataron a 157 jienenses el 1 de abril de 1937, el ataque de la flota nazi de Almería del 31 de mayo de 1937, o los muy mortíferos ataques aéreos italianos sobre Barcelona de marzo de 1938 que dejaron casi un millar de víctimas?

Pero ¿perdón a quién, en nombre de quién y, sobre todo, para qué?

*** Antonio Cazorla Sánchez es catedrático de historia contemporánea de Europa en la Trent University (Canadá) y Fellow of the Royal Society of Canada.