Ignacio Camacho-ABC

  • Qué dolor incomprendido el de sufrir en silencio la traición de los compañeros, la soledad del poder, el peso del Gobierno

El Sánchez más falso es siempre el más auténtico. O al revés, el Sánchez más genuino es siempre el más falso. Por eso resultan deliciosas esas entrevistas de expresión a la vez cálida y compungida, de afectado tono íntimo, mirada baja, ojitos de cordero degollado y cara de no haber roto nunca un plato. Parecen charlas de programa de radio de madrugada, donde sólo se echa en falta un Jesús Quintero que lo incomodara con sus silencios embarazosos o aquellas preguntas fuera de contexto como la que le soltó una noche a Antonio Gala –«¿ha conocido usted varón?»– cuando éste disertaba sobre la ensoñación literaria. En comparecencias como la de ayer ante Gemma Nierga el presidente recuerda al Mario Conde de su mejor época; una impostura muy solemne de hombre importante abrumado por su responsabilidad pero orgulloso de su estatura ética. Esa misma manera tan soberbia de aparentar humildad bajo el perfil de un personaje de rango en actitud circunspecta.

Hay que tenerlos cuadrados para presentar a Ábalos como «un gran desconocido», alguien capaz de ganarse su confianza y traicionarla con la retorcida frialdad con que se apuñala a un amigo. Lo decía con voz afligida, gesto atormentado, semblante contrito, como si realmente estuviese arrepentido de no haber reparado en la fraudulenta condición humana del tipo que recorrió con él cuarenta mil kilómetros de carretera y durante tres años se sentó a su lado en el Consejo de Ministros. Cómo iba él a saber que su mano derecha no estaba a la altura de la superioridad moral de la izquierda. Quién le iba a decir que su más fiel pretoriano, el disciplinado ejecutor de las misiones más delicadas y secretas, llevaba una vida paralela tan licenciosa y deshonesta. Y cómo soportar ahora esa desazón de verse objeto de amenazas y chantajes por parte de la persona estimable que siempre consideró el más leal de los colaboradores, el más comprometido de los militantes.

Casi daban ganas de abrazarlo, de compadecerse de su sufrimiento. Qué angustia incomprendida la del dirigente político obligado a padecer en silencio la intransigencia de los adversarios, la ingratitud o la infidelidad de los compañeros, la soledad del poder, la incomprensión de los ciudadanos, el peso agobiante del Gobierno. Tanta entrega y tanto esfuerzo para acabar encerrado en una burbuja de aislamiento, rodeado de conspiraciones y de recelos, víctima propiciatoria de las iras del pueblo. Él es el verdadero desconocido, condenado por la servidumbre de su cargo a proyectar ante la gente una imagen de fortaleza para ocultar los sinsabores derivados de su compromiso de entrega. Menos mal que de vez en cuando puede mostrarse tal cual es y tal como se siente en una conversación sincera. Esa clase de diálogo en la que dejar esbozados algunos trazos de su autorretrato. Pedro en su ser recóndito, revelado sin maquillajes, sin máscaras, sin engaños.