Es una desgracia inmensa, incontestable, pero cuando los gobernantes tóxicos y antiliberales consiguen adueñarse de las instituciones, las asfixian, y abusan del poder recibido oprimiendo a todos aquellos que levanten la voz. Es desolador. ¿Es posible prevenir antes que intentar curar?
El diario Novaya Gazeta publicó su primer número en 1993, aún no hacía dos años que Boris Yeltsin había sido elegido primer presidente de la Federación Rusa. Siete años después, al poco de iniciar Vladimir Putin su primer mandato como presidente, el periodista del Novaya Igor Domnikov fue asesinado. Tres años después, Yuri Shchekochijin fue el periodista de ese diario escogido por las autoridades para escarmentar a los demás y fue asesinado. Otros tres años después, le tocó el turno a la periodista Anna Politkóvskaya, nacida en Nueva York. Y ya en 2009, se les hizo perder la vida a la periodista Anastasia Baburova (del mismo diario) y al abogado Stanisitav Markelov, especializado en derechos humanos. Medio año después, murió víctima de secuestro y asesinato la periodista del Novaya Natalia Estemirova.
Activa reivindicadora de los derechos de los homosexuales y periodista del mismo diario, Elena Kostyuchenko ha escrito Amo a Rusia (Capitán Swing), subtitulado ‘crónicas desde un país perdido’. Un libro tristísimo que retrata el dolor y la sordidez expandidas en todas las direcciones de la sociedad. Concluye con tres preguntas:
¿Acaso puede la palabra resistir a una tiranía armada?
¿Puede la palabra detener una guerra?
¿Puede la palabra salvar a un país?
Todas ellas tienen una misma respuesta desgarradora, rotunda, inapelable: No.
El director del diario Novaya Gazeta, Dmitri Muratov, recibió el premio Nobel de la Paz en 2021 (lo compartió con la periodista filipina Maria Ressa). Repartió el premio en metálico entre organizaciones benéficas. Dice Elena Kostyuchenko que él no se quedó nada para sí mismo. Meses después, un tribunal anuló la licencia del Novaya como medio de comunicación. Ya no existe en Rusia.
No importa tanto el objeto de las denuncias de corrupción y de abusos, sea en Ucrania, Chechenia, Georgia o la propia Rusia. Enfrente hay una organización lista para exterminar antes que para negociar o pactar. Sólo queda el recurso a emborracharse con vodka o un atroz desespero contenido, amargo. Adaptarse y consentir, renunciar a la moralidad. Sobrevivir a duras penas.
La autora de Amo a Rusia destaca que el año 2021, fueron juzgadas 783.000 personas. De todas ellas, sólo 2.190 recibieron sentencia absolutoria. De este modo, asevera: «la probabilidad de no terminar entre rejas fue del 0,28 por ciento».
«Cuando el Kremlin inició la persecución y el cierre de medios independientes, empezaron a considerarnos –escribe Kostyuchenko- parte de una secta obsesionada con crear un oasis de información en medio de un desierto en lugar de salvar nuestro pellejo».
El indomable y carismático abogado Alexéi Navalni, director de la Fundación Anticorrupción, insistió hasta el fin de sus días en que «nunca nos han dirigido personas con una mentalidad verdaderamente demócrata y liberal» y que Occidente, esperanza de libertad, debía evitar el error que comete habitualmente de equiparar a la población rusa con el Estado ruso, confundiendo los rusos con sus gobernantes. Un error que se comete siempre por defecto y nos empapa de incomprensión de cuanto sucede.