- El pueblo ucraniano ha comprendido que las garantías de seguridad que le aseguraron no valían ni el papel en el que estaban escritas. Y está tanto menos dispuesto a creer hoy en las mismas promesas vacías aunque vengan de EEUU.
¿Vale la pena perder el tiempo –el mío, el del lector– con ese «plan de paz en 28 puntos» que se filtró la semana pasada y que Washington quería que Kiev firmara antes del pavo de Acción de Gracias?
Todo olía a ruso. El idioma. La sintaxis. Expresiones pseudo-diplomáticas imposibles en inglés pero naturales bajo la pluma de los apparatchiks del Kremlin. Un copia y pega servil de elementos de lenguaje salidos de las oficinas del negociador putinista Kirill Dmitriev. El Dniéper escrito a la rusa (los ucranianos dicen «Dnipro»), como si ya lo hubieran borrado de los mapas de Ucrania.
No era un plan. Era una lista de deseos. Una lista de la compra dictada por el Kremlin. Marco Rubio, el secretario de Estado estadounidense, lo reconoció, aunque luego intentó matizarlo.
Y nosotros, los europeos, hemos sido muy ingenuos al hacer como si ese trapo pudiera servir como base de discusión. La única base posible, los únicos parámetros de la paz, las únicas evidencias que nadie podrá eludir, son estos:
Primero, Volodímir Zelenski.
He tenido el honor de estar a su lado en algunos de los momentos críticos de esta guerra. Y afirmo esto:
El hombre que, el 24 de febrero de 2022, día de la invasión a gran escala de su país, a la hora en que los comentaristas pensaban aún que Vladímir Putin lo haría picadillo, apareció, en videoconferencia, ante sus colegas europeos reunidos en Bruselas, y dijo:
«Quizá sea la última vez que me veis vivo», el hombre al que Joe Biden, dos días después, mientras los comandos rusos lo buscaban en su propia ciudad, ofreció una exfiltración. Y que le respondió con valentía: «No les he pedido un taxi, sino fusiles».
El joven presidente que, la víspera, mientras Kiev temblaba bajo los misiles, apareció en la calle Bankova, como un Churchill sin puro pero con un teléfono móvil grabando su desafío a la muerte, rodeado de sus ministros y el entonces jefe de la Oficina del Presidente Andriy Yermak.
El líder de guerra que, desde hace cuatro años, mientras Putin se escondía en sus dachas, no ha dejado de ponerse en primera línea, de pie entre los escombros, lo más cerca posible de sus soldados. Ese hombre quiere la paz pero no firmará una capitulación.
Segundo, el pueblo ucraniano.
Ese pueblo al que han engañado sistemáticamente durante treinta años.
Al que vendieron el protocolo de Lisboa en 1992 («firmad, las grandes potencias garantizarán vuestras fronteras»).
Al que timaron luego, en 1994, con los memorandos de Budapest («entregad las armas nucleares, estaréis protegidos»).
Al que adormecieron en 2014 y 2015, con los acuerdos de Minsk (trampas jurídicas que, bajo la apariencia del alto el fuego, no hicieron más que avalar la ocupación rusa de la primera mitad del Donbás).
Ese pueblo que ha comprendido que las garantías de seguridad que le aseguran no valen ni el papel en el que estaban escritas.
Ese pueblo está tanto menos dispuesto a creer, hoy, en las mismas promesas vacías en cuanto se ha dado cuenta de este detalle adicional: los Estados Unidos exigen ahora, a cambio de una protección ilusoria, que la mitad de los activos rusos congelados se transfieran a sus bancos.
Eso ya ni siquiera es diplomacia. ¡Es extorsión! ¡Es el lenguaje de la mafia! ¡El comportamiento de un Estado bandido que se aprovecha de la desesperación de un aliado para saquearle!
¿Y pretenden que Ucrania dé las gracias?
Y, finalmente, el ejército.
Esos soldados que he filmado desde hace cuatro años y que resistieron en el barro de Bajmut, en las trincheras de Klishchiivka y en los sótanos de Soledar.
Los he visto remendar sus chalecos antibalas con alambre. Fabricar sus primeros drones en cabañas en el bosque. Disparar los del enemigo con bazucas, desde camionetas lanzadas a toda velocidad en la noche a través de los campos.
He visto temblar sus manos al enterrar a sus hermanos de armas.
He filmado, en Lyptsi, bajo el fuego, con una unidad de asalto minúscula, al poeta Serguei Zhadan neutralizando una posición que bombardeaba Járkov.
¿Querrían decirles que Pokrovsk, esa fortaleza que Rusia machaca desde hace meses sin conseguir tomarla, será cedida por decreto?
¿Que Chasiv Yar, ese milagro de resistencia, esa ciudad que el ejército ruso nunca ha reducido realmente a pesar de sus oleadas de asalto suicidas, figurará en los mapas rusos en el futuro?
¿Que las calles de Kupiansk e Izium, donde cada metro ha costado vidas, serán ofrecidas en bandeja a un ejército incapaz de conquistarlas?
Nunca lo aceptarán. Nunca admitirán que se conceda en dos firmas lo que Rusia no ha arrancado en tres años de carnicería. Y nunca traicionarán a sus muertos para satisfacer los cálculos electorales de un presidente americano ansioso por tuitear «victoria».
He aquí la verdad. He aquí los únicos parámetros de la paz que, de Londres a Kiev pasando por París, anhela toda Europa. Lo demás no son más que mentiras, maniobras dilatorias o conspiraciones de almas débiles que aún no han comprendido que Ucrania no está en venta.