Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli

  • Si Sánchez puede cometer todas las tropelías y abusos del Código Penal es porque no hay un modo constitucional de impedirlo

Cumplí 19 años poco antes de que entrara en vigor la Constitución de 1978; mañana celebra su 47 cumpleaños, lo que no es poco. Esa madurez revela méritos indudables, pero ha pasado tiempo suficiente para reconocer que el edificio constitucional sufre debilidades peligrosas. La espantosa degeneración sanchista, un gobierno de ladrones y puteros, es en buena medida posible por las facilidades constitucionales para que tipos así se apoderen del Estado y consigan colonizar o desactivar casi todas las instituciones.

No nos cansemos de repetir ni de recordar que, a la hora de la verdad, solo nos separa de caer en una dictadura populista al estilo de Venezuela los jueces profesionales independientes, más los periodistas y medios de similar calidad. Alegar como cosa imprevisible que este Sánchez ocupara el Gobierno no es excusa, porque una Constitución se hace y aprueba, precisamente, para prevenir las calamidades políticas. Una pensada para caballeros intachables podría ser adecuada para un club londinense de cuando Sherlock Holmes (e incluso allí abundaban los criminales y lunáticos), pero no para un país del mundo real. Y eso es España.

Cuestión de límites

Una Constitución política no es un conjunto de instrucciones morales para producir ciudadanos virtuosos, ni una utopía de la perfección política, sino un sistema de límites impuestos a los poderosos y a quienes aspiran a serlo. Una Constitución saludable se inspira en la desconfianza constructiva del poder, no en entregarse a él. Es sabido desde que Solón de Atenas escribió la primera hace ya 27 siglos, pero también olvidado muy a menudo. Las Constituciones moralistas o utópicas fracasan siempre; duran las que ponen límites eficaces a los gobernantes y reglas claras al juego político.

De las escritas, la más veterana es la de Estados Unidos. Contiene aún numerosos anacronismos, pero el sistema de enmiendas permitió añadir nuevos límites o actualizar los trasnochados, desde prohibir la esclavitud y la discriminación racial a reconocer el sufragio femenino y la primacía federal sobre los Estados. Así que una Constitución funciona y dura cuando pone a los poderes límites claros, establece reglas de funcionamiento obligatorias y es posible reformarla (veremos qué pasa con Trump, pero ese es otro tema).

El defecto constitutivo de nuestra Constitución es, valga la redundancia, la falta de límites claros al poder ejecutivo, es decir, al Gobierno, y como consecuencia la insuficiente división de poderes. Por eso Sánchez puede gobernar (es un decir) marginando al Parlamento, sin ley de Presupuestos durante tres años consecutivos, mangoneando instituciones públicas y empresas privadas, y usando al Tribunal Constitucional como una tercera Cámara y tribunal de apelación ilegítimo que cambia las leyes y sentencias judiciales desagradables para el Gobierno.

La Constitución no supo prever el control efectivo del poder más poderoso de todos, el ejecutivo. Por ejemplo, manda que el Gobierno presente la Ley de Presupuestos todos los años, pero no prevé nada si el Gobierno, como es el caso, desacata el mandato. Un sistema adecuado habría previsto que, en tal caso, cayera el Gobierno y se procediera a la convocatoria automática de elecciones generales. En resumen: si Sánchez puede cometer todas las tropelías y abusos del Código Penal es porque no hay un modo constitucional de impedirlo, excepto el judicial y la obligatoriedad de las elecciones generales cada cuatro años, tiempo suficiente para intentar el autogolpe.

La utopía territorial del Estado Autonómico

Ignoro si los padres constituyentes creían en la honradez innata de cualquier aspirante a gobernar, pero lo que está claro a día de hoy es que la preocupación por la estabilidad se impuso a la del control y prevención de abusos de poder: encomendaron al Gobierno la virtuosa misión de vigilarse a sí mismo, ingenuidad más inspirada en Rousseau que en Madison, y nos está costando muy cara.  La segunda preocupación de los constituyentes también fue de género utópico: resolver para siempre el llamado problema territorial.

El método elegido fue extender y aumentar las autonomías políticas excepcionales de la Segunda República (Cataluña y País Vasco) al conjunto de España, creando Comunidades Autónomas dotadas de un poder de tipo federal, pero sin que el Estado sea, en realidad, federal. No está claro quién prevalece en caso de conflicto de competencias, si el Estado o las Comunidades Autónomas (causa de la fracasada LOAPA de 1982), ni hay líneas rojas al poder que el Estado puede delegar a las CCAA.

El nacionalismo separatista recibió el Estado autonómico como una afrenta simbólica a las verdaderas “nacionalidades históricas” (concepto bastante majadero) pero, a la vez, como oportunidad de oro para crear feudos despóticos que excluían a los no nacionalistas mientras condicionaban en Madrid la formación de gobiernos nacionales. No solo cuando era necesario para formar mayorías parlamentarias, sino porque muy pronto PSOE, UCD y luego el PP aceptaron como regla no escrita la necesidad de obtener la aprobación nacionalista, incluso sin ser necesaria.

Esta práctica produjo dos fenómenos degenerativos: la primacía del poder territorial sobre el nacional, pues las Comunidades Autónomas tienen mucho más poder que medios para aplicarlo (como demuestra cada catástrofe; covid, incendios, inundaciones), y la consiguiente centrifugación del Estado hacia un modelo confederal tácito, aunque inconstitucional. Es verdad que también permite un contrapeso no previsto, como el que representa Madrid frente a los separatistas periféricos, pero a costa de la demonización de Madrid.

En fin, parte de todo esto era conocido desde hace años: UPyD lo diagnosticó con gran exactitud y clarividencia -lo cuento en La democracia robada-, y quizás por eso nos han condenado al olvido; la totalidad la hemos aprendido a las malas con Sánchez: tenemos un sistema territorial defectuoso, una separación de poderes precaria, contrapesos y controles insuficientes o inexistentes, y una enorme laguna de control de los posibles  abusos de poder del Gobierno.

Conocer es corregir errores

Me he pasado más de media vida defendiendo la Constitución en un territorio donde en realidad nunca ha estado realmente vigente, el País Vasco, así que creo poder defender que esta Constitución defectuosa es, pese a todo, infinitamente mejor que ninguna. Conocer los defectos de algo es el único modo de resolverlos. Si ya sabemos en qué es defectuosa, la Constitución tiene arreglo.

Reformarla con lo aprendido, en vez de venerarla como una vaca sagrada decorativa, debería ser el objetivo número uno tras expulsar al nefasto sanchismo de las instituciones y de nuestras vidas. Saben, si algo enseñan la filosofía y la ciencia desde los clásicos es que el auténtico conocimiento es aquel que puede ser mejorado. Las Constituciones, también.