En la página 245 de su intento de reconciliarse consigo mismo Juan Carlos I se atribuye la iniciativa de una decisión clave para la Transición: “Vamos a tener que legalizar el PCE”, le dice a Adolfo Suárez.
En la línea anterior acababa de exponer lo que le atraía del primer y último jefe de Gobierno elegido por él: “Me gustaba su simpatía y lo hábil que era”. Sólo eso.
De ahí que la lógica reacción del “simpático habilidoso” fuera echarse simplonamente las manos a la cabeza.
“¡Oh, Dios mío!, exclamó con un suspiro”.
Entonces el Rey le cuenta que antes de la muerte de Franco había enviado a Manuel Prado a Bucarest a “transmitirle mi mensaje” a Ceaucescu: “El futuro rey de España pretende legalizar el PCE, junto al resto de partidos”.
Lo que, en consecuencia, coloca al “simpático habilidoso” al borde del espanto:
“Pero, ¿qué ha hecho? ¡Qué locura!, repetía consternado”.
La conversación concluye en forma de encargo a un mayordomo fiel:
“Una democracia sin el Partido Comunista sería cuestionable. Tú decides cómo y cuándo hacerlo”.
Y con un voto de confianza de que el “simpático habilidoso” sería capaz de complacerle: “Sabía que él lo lograría”.
Treinta y seis páginas después, el pecador en pos de su propia absolución, alega que aunque las generales y municipales del 79 “confirmaron la ventaja de la UCD de Adolfo Suárez, el índice de abstención se mantuvo elevado lo que revelaba un desencanto o hartazgo preocupante”.
Y enseguida añade: “Me sentía impotente ante el estado de las cosas”.
Sin embargo, tenía que buscar una solución porque “las tensiones sociales y políticas me impedían dormirme en los laureles”. Y no lo hizo.
Basta pasar a la página 282 para darse cuenta de que tenía detectado cuál era el problema: “Cuatro años de poder y de crisis habían agotado a Adolfo Suárez… estaba desbordado por las divisiones internas, su liderazgo se había erosionado… a fuerza de acumular reformas, había acumulado mucho descontento”.
Juan Carlos I especifica a continuación cuáles eran los focos y causas de ese “descontento” que a su juicio había “agotado”, “desbordado” y “erosionado” al “simpático habilidoso”.
No parece casual que en primer lugar alegue que “las Fuerzas Armadas no le tenían ningún aprecio, sobre todo desde la legalización del PCE”. Lo que Juan Carlos se adjudica como timbre de gloria, sirve así para cavar la fosa de Suárez.
En ese contexto, “un distanciamiento institucional por mi parte era lo adecuado”. De ahí que la máxima expresión de apoyo que recibiera el “simpático habilidoso” cuando, sintiéndose abandonado, planteó tirar la toalla, fuera en realidad una gélida invitación a marcharse: “No es necesario ni obligatorio que dimitas”.
La rúbrica llega cuando Juan Carlos I se refiere al mensaje de despedida en el que Suárez dijo que no quería que la democracia volviera a ser “un paréntesis en la historia de España”.
“Esta frase seguirá siendo enigmática”, dice el rey Emérito. “¿Se había enterado de que se conspiraba contra él?”
No es de extrañar que Juan Carlos I muestre en sus memorias tanto apego a la figura de Franco. El roce hizo el cariño… y la ósmosis.
Es imposible leer estos párrafos sin recordar la tantas veces repetida anécdota en la que el dictador se interesa por la suerte de un militar republicano fusilado: “A ese lo mataron los nacionales… ¿no?”.
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Pero en esa página 283, tras la pregunta retórica, Juan Carlos I abre un angosto resquicio a la verdad, casi como quien de refilón va esbozando una coartada: “Los rumores en los pasillos llegaban hasta mí. “Todo vale con tal de que caiga Suárez””.
Las comillas en estas palabras, con aire de proclama, no pueden ser un patinazo del subconsciente. Significan que está admitiendo que alguien se las dijo literalmente.
Alguien o ‘alguienes’.
Meses antes de aquella dimisión y del golpe del 23-F, Felipe González me contó que Suárez le había revelado que un grupo de generales había ido a ver al Rey para pedirle que “rectificara el rumbo político”. Yo trabajaba aun en ‘ABC’ y la noticia abrió al día siguiente la portada.
Sabino Fernández Campo me convocó a tomar café en la Zarzuela y al poco rato entró el propio Juan Carlos en la habitación. Era nuestro primer encuentro y quería saber cual era mi fuente. Yo no la desvelé, pero él dio por hecho que en el origen de la noticia estaba el propio Suárez.
Lo que me impresionó es que mucho más que la coacción de los generales parecía molestarle que Suárez se lo hubiera contado a alguien y que yo lo hubiera publicado, limitando así su margen de maniobra.
Lo que me impresionó es que mucho más que la coacción de los generales parecía molestarle que Suárez se lo hubiera contado a alguien y que yo lo hubiera publicado, limitando así su margen de maniobra.
Ese episodio también estaba en mi cabeza mientras veía recientemente el cuarto y último capítulo de “Anatomía de un instante”. Más allá de la desmedida hagiografía del líder del PCE, los tres primeros, dedicados a Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado me habían parecido una fiel trasposición de los retratos del libro de Cercás, bien anclado en su valiente conducta del 23-F.
Pero el cuarto, centrado en las versiones contradictorias de los golpistas en la sala del juicio, tenía para mí el morbo de poder “ver” y “oír” al fin, 44 años después, algo parecido a lo que ocurrió en aquel lugar del que fui expulsado al inicio de la segunda sesión.
No es cuestión de rememorar hoy aquel chantaje de los golpistas, cuando lograron que el tribunal militar me retirara la acreditación por haber publicado un artículo que, a su entender, mancillaba el “honor militar”. En definitiva el Tribunal Constitucional revirtió su decisión y me concedió un histórico amparo en pro de la libertad de prensa.
Lo que sí viene a cuento es la coincidencia entre lo que recrea Cercas y lo que me contó Sabino Fernández Campo cuatro años después del golpe. Hay dos momentos clave en los que, al pretender reconciliarse consigo mismo, Juan Carlos I se refugia en las arenas movedizas de la ambigüedad.
El primero es el de la noche del 6 de febrero de 1981 cuando, pese a la muerte de su suegra la reina Federica, se queda en Baqueira “porque tenía una cita que no quería cancelar”. Era con el general Armada, gobernador militar de Lérida, porque “quería calibrar el estado de ánimo de las tropas”.
Juan Carlos reconoce que “éramos dos amigos íntimos que discutíamos sobre la delicada situación que atravesaba el país”. Pero añade que, a pesar de tal “intimidad” su antiguo tutor no le dijo “ni una palabra” sobre la comida que había mantenido con Enrique Múgica para implicar al PSOE en la llamada “solución Armada”. Un gobierno de concentración con él mismo como presidente.
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En ese cuarto capítulo de “Anatomía de un instante” queda fielmente reflejada la declaración de Milans del Bosch ante el tribunal. Armada fue al día siguiente a Valencia a contarle que el Rey se había “hartado” de Suárez y estaba “plenamente convencido de la necesidad de esta acción”.
Fue el momento en que convergieron el ‘golpe duro’ de Tejero y Milans y el ‘golpe blando’ de Armada, bajo la falsa coartada de la “obediencia debida” al Rey.
Y el verdadero “instante” en el que eso se desbarató no fue el de la gallarda resistencia de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo frente a las metralletas, sino el del veto a Armada cuando pretendía acudir a la Zarzuela. Pero quien bajó la barrera no fue Juan Carlos sino Sabino Fernández Campo.
El Rey se había “hartado” de Suárez y estaba “plenamente convencido de la necesidad de esta acción”.
En las memorias del ‘reconciliante’, Sabino es un mero espectador de la conversación en la que sólo habla él: “Quédate donde estás; si te necesito te llamaré, pero, de momento, no vengas”.
En “Anatomía de un instante” se hace honor a la verdad cuando Juan Carlos le pasa el teléfono a Fernández Campo para que sea él quien mantenga alejado a su aristocrático y reaccionario conmilitón. Pero falta un detalle fundamental: los aparatosos aspavientos a los que tuvo que recurrir el secretario de la Casa para que el Rey no transigiera y le cediera el auricular.
En la página 294 de las memorias Juan Carlos I cuenta que cuando el príncipe Felipe, con trece años recién cumplidos, le pregunta por lo que estaba pasando, él contestó: “He lanzado una pelota al aire. La Corona está en el aire ¡No sé de qué lado va a caer!”.
Puedo dar fe de que Fernández Campo tuvo la misma sensación no sólo sobre la Corona sino sobre su propio titular. Y, desde luego, eso también le pasó a Milans.
En un momento del juicio, su defensor le pregunta si “pudo cambiar el Rey de opinión” y el golpista de Valencia responde: “Ya lo he dicho, llevo todo el juicio diciéndolo”.
Pero es el propio Armada quien tira de refranero como contrapunto irónico: “En este mundo traidor nada es verdad ni mentira. Todo es según el color del cristal con que se mira”.
Pues bien, ya era hora de que yo aguzara la vista.
La coincidencia temporal de este libro autoexculpatorio y esta serie de televisión han terminado mostrándome la luz sobre lo que ocurrió el 23-F. A veces tenemos la verdad tan delante de nuestras narices que no somos capaces de captarla.
Ya he contado la anécdota otras veces, pero hasta ahora nunca había sido capaz de extrapolar su significado. Cuando poco después de fundar El Mundo escribí el primer artículo crítico sobre la frívola ociosidad de Juan Carlos en plena crisis por la invasión de Kuwait –“Un verano en Mallorca”- él me llamó a capítulo y se delató a sí mismo:
“Yo sé que tu sabes que un día le dije a Juan Tomás de Salas (presidente del Grupo 16) que no se sentara a mi lado hasta que no te echara como director de Diario 16… pero no pensé que iba a ser tan tonto como para hacerme caso”.
En el primer tomo de mis propias memorias expliqué que así fue como me enteré de lo ocurrido y que “su desparpajo me hizo gracia, pero sólo durante un rato”.
Ahora, 35 años después, me acabo de dar cuenta de que, también sin querer, Juan Carlos estaba además desvelándome el enigma de la noche más tenebrosa de la democracia.
El Rey había animado a Armada a emprender el camino del golpismo, pero ni siquiera se le había pasado por la cabeza que fuera a ser “tan tonto” como para hacerle “caso”.
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Tengo encima de la mesa una copia de la fotografía que cierra “Anatomía de un instante”, dedicada por su autor. Juntos, con la mano sobre el hombro, se les ve por el jardín.
La gran paradoja de esta última imagen de Juan Carlos y Suárez codo con codo es la inversión de los papeles que el destino había otorgado a ambos.
El hombre de sangre azul, educación exquisita y prebendas sin límites que tenía encomendado ampararnos a todos mediante el ejercicio de la ejemplaridad, se ha convertido en un lastre para la obra política que impulsó, hasta el extremo de intentar ahora vanamente reconciliarse con ella.
Entre tanto, el “simpático habilidoso”, el “vendedor de neveras” que dice Cercas, el trepa de camisa azul, el chusquero de Cebreros acomplejado por no haber sido educado en colegios y universidades buenas, se ha transformado en el referente moral de los valores fundacionales de nuestra democracia.
El hombre de sangre azul, educación exquisita y prebendas sin límites que tenía encomendado ampararnos a todos mediante el ejercicio de la ejemplaridad, se ha convertido en un lastre.
Si Juan Carlos fue quien hizo el encargo y Torcuato Fernández-Miranda quien escribió el guion de la Transición, Adolfo Suárez lo ejecutó en todas sus fases decisivas con una valentía personal, una visión política y una generosidad que no dejan de crecer a medida que el tiempo les va dando perspectiva histórica.
Fijémonos en el modo en que pilotó la reforma política, neutralizó al búnker, legalizó a todos los partidos -PCE incluido-, hizo frente a los terrorismos más diversos, organizó la moderación centrista, cumplió su “puedo prometer y prometo” devolviendo el poder del Estado a la sociedad, introdujo el consenso tanto en la vida pública como en la Constitución y plantó cara al golpismo ante la boca del cañón de las metralletas.
Todo ello encaja, como no ocurre con ninguna otra figura contemporánea, en la definición clásica del héroe de Carlyle.
Refiriéndose a Odiseo, Carlyle escribió que “un héroe es un hombre que tiene una percepción casi mítica de lo que es necesario hacer” en un determinado momento y lo lleva a cabo “sin perder nunca el rumbo”. Ese fue Adolfo Suárez.
Su renuncia al poder para proteger la democracia —nadie ha dimitido nunca así y por eso—, su paso atrás ante las luchas intestinas de UCD, la humildad de su retorno al frente de un pequeño partido como el CDS que encarnaba los nuevos ideales en los que ya sinceramente creía, la abnegación con la que ejerció de enfermero hasta la muerte de su esposa, la entereza con que afrontó la tragedia adicional de la pérdida de su hija y la dignidad con la que se fue adentrando en el túnel sin luz de su propia enfermedad completan la dimensión humana de un grande de España.
Nunca olvidaré el resumen de nuestra última conversación, en circunstancias muy similares a la que mantiene con Carrillo en ese capítulo final de la serie: “No me gustaría que los españoles me quisieran porque esté pasando una mala etapa, sino porque juntos hicimos algo grande”.
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No tenía por qué haber ocurrido así, pero a medida que la figura histórica de Suárez crecía, la de Juan Carlos I no dejaba de menguar.
Hasta el punto en que la forma en que el Rey apuñaló políticamente a su jefe de Gobierno hace 45 años, poniendo en riesgo con su borboneo la propia supervivencia de la democracia, emerge hoy como un anticipo simbólico de la traición que su posterior conducta ha supuesto para varias generaciones de españoles.
Es una suerte que el lanzamiento de “Anatomía de un instante” neutralice en algunos aspectos clave el libro a la vez arrogante y autocompasivo, impregnado de un pueril aroma a meconio, con que el rey Emérito viene a dar munición a los enemigos de la Monarquía constitucional tan acertadamente encarnada hoy por su hijo.
Juan Carlos I era el mascarón de proa de la gran galera de la Transición de la que tan orgullosos nos sentimos la inmensa mayoría de quienes viajamos en ella. Su conducta irresponsable y flagrantemente delictiva si no hubiera contado con la inmunidad que le otorgaba la Constitución, es un baldón que nos ensucia a todos y una vía de agua que hace mucho más frágil el legado colectivo.
Nada tan útil para los empeñados en demoler lo que llaman “el régimen del 78” —y ojo a un Pedro Sánchez acorralado y a la desesperada— como este extemporáneo intento de Juan Carlos de reivindicarse que inevitablemente regurgita a Corina y sus demás amantes, junto a los multimillonarios regalos kuwaitíes y saudíes, los turbios negocios del AVE a la Meca, el trust opaco en Suiza, el opulento nido de amor en los Alpes, el disparate de Botswana, la transferencia a las Bahamas y los sórdidos pleitos al respecto.
Sólo faltaba que el padre del Rey pretendiera convertirse en estas circunstancias en el Rey Padre, presentándose como piedra angular de la Constitución e impostando un mensaje prenavideño cual protector y tutor de su hijo.
Sólo faltaba que el padre del Rey pretendiera convertirse en estas circunstancias en el Rey Padre, presentándose como piedra angular de la Constitución.
La elegante sobriedad con que la Casa Real le ha salido al paso debería servirle de lección definitiva. El drama de su destierro autoimpuesto, la angustia de quien ve escaparse todo lo que fue en el reloj de arena del calendario, la “tragedia inconsolable —como dice Gomá— de una dignidad personal llamada a reunirse en el pudridero con el resto de las cosas sin rostro”, sólo merecen comprensión y piedad.
Es cierto que las memorias del Emérito, aquel “rey saltarín” convertido ya en un mero “rey de nieve”, parecen clamar como Ricardo II: “¿Por qué no soy tan grande como mi dolor o más pequeño que mi nombre?”.
Pero por desgarrador que pueda parecer ese grito a quienes creen prioritario que Juan Carlos I pueda morir en España y sea enterrado con honores de Rey, lo hecho, hecho está.
Probablemente la historia sea más ecuánime al poner en la balanza la trascendencia de su apuesta por la democracia, pero los españoles de hoy no podrán dejar de asociarle con el premonitorio nombre recurrente de sus barcos. Y muchos con la sensación de quedarse cortos.
Para mí, hace tiempo que se convirtió en el tipo que tuvo la suerte de poder caminar en aquel jardín y en todos los jardines anteriores junto al gran Adolfo Suárez.