Jesús Cacho-Vozpópuli

  • Le dimos la semana pasada por prácticamente muerto, pero no lo está

En su peor momento desde que, en noviembre de 2023, diera comienzo su tercera legislatura, agobiado por problemas de todo tipo, chapoteando en corrupción, maltratado por sus socios, prematuramente avejentado, el Okupa sigue resistiendo en Moncloa, aferrado al poder como una de esas lapas que resisten, pegadas a la roca, los temporales de la costa gallega. Muchos le dimos la semana pasada por prácticamente muerto tras la entrada en prisión de sus colegas del Peugeot, pero no lo está. Me cuentan que José Luis Rodríguez Zapatero, padre putativo del felón, sigue trabajando en la sombra, con un oído puesto en lo que ocurre en Venezuela (no tocar, peligro de muerte) y otro pegado a ese Puigdemont que sigue soñando con reanudar su vida y la de su familia en España y cuyos siete votos son fundamentales para que el canalla pueda completar la legislatura y volver a presentarse en 2027. Y me aseguran que en la sombra se están fraguando resultados y que la comedia de la ruptura tan exitosamente representada por Míriam Nogueras podría desembocar en un nuevo pacto PSOE-Junts que permitiera a Sánchez completar la legislatura y alargar la agonía de España efectivamente hasta el 27 y más allá. Con un salto cualitativo sustancial, porque ese nuevo pacto abriría definitivamente la puerta a la liquidación del Régimen del 78 y su sustitución por esa cosa que llaman Confederación de Repúblicas Socialistas Ibéricas.

El reciente artículo del líder de Junts en El País (“La única salida que tiene el socialismo español es la ruptura”, 23 de noviembre pasado), que ha pasado ciertamente desapercibido, daba la clave, la columna vertebral, del nuevo «contrato». Esa pieza, que nunca se hubiera podido publicar sin el visto bueno de Moncloa (hay quien dice que durmió en presidencia varios días en espera de nihil obstat), contiene un párrafo final demoledor pero terriblemente ilustrativo de la sustancia de ese futuro pacto cuyo objetivo no es otro que enterrar definitivamente la España que salió de la muerte de Franco y la Constitución del 78. Dice así: «Si el socialismo español quiere salir del abismo solo tiene una opción: emprender la ruptura que se negaron a hacer hace 50 años. Y la ruptura empieza por reconocer el derecho a la autodeterminación de los pueblos, que es un concepto que el Partido Socialista había defendido durante décadas. Con pactos con el antiguo régimen, como fue el pacto de la transición y la continuidad de la monarquía restaurada por Franco, sólo perpetuarán el régimen, que es lo que han estado haciendo hasta ahora». Ahí está todo. Ahí está la amenaza, la traición que Sánchez y el PSOE están dispuestos a emprender en el callejón sin salida en que se encuentran, emparedados entre la orgía de corrupción de su círculo familiar y la amenaza de acabar en el banquillo si se le ocurriera disolver para dar voz a los españoles, como sería lógico en buena práctica democrática.

En la misma línea se ha manifestado esta semana, 3 de diciembre, el capo de EH Bildu Arnaldo Otegi, el más fiel aliado de Sánchez, quien ha instado al presidente del Gobierno a «romper con la Transición y asumir una España plurinacional. Los países y los estados necesitan Gobiernos con propósitos». No especifica el chico de las pistolas si con buenos o malos propósitos. Otegi establece una auténtica jerarquía de deberes por la que debería regirse Sánchez: ruptura de la Transición, realidad de esa España plurinacional y persecución de los millones de españoles que se nieguen a aceptar ese diseño, algo que verbaliza como “la necesidad de parar al bloque reaccionario formado por PP y Vox«. Es casi un calco de la receta que para Sánchez prescribe Puigdemont en El País. Bildu y Junts, los mayores enemigos de la unidad de la nación, son los dos socios preferentes del presidente, sus más firmes aliados. De la voluntad de ERC de sostenerle contra viento y marea caben pocas dudas, por muy arriba que suban las aguas de la corrupción socialista. Y la fidelidad del PNV al personaje tampoco está en cuestión. Lo manifestaba esta misma semana en Bilbao Aitor Esteban a un conocido financiero: «A Sánchez se la suda la corrupción, y a nosotros, si te soy sincero, hasta cierto punto también, no vamos a dejar de apoyarle por eso».

Es el nuevo Pacto de San Sebastián, émulo de aquel que en los años treinta del siglo pasado acabó con la monarquía de Alfonso XIII para dar paso a la II República de triste recuerdo. Y los miembros de este nuevo pacto, toda la izquierda y la derecha nacionalista catalana y vasca, están decididos a hacer efectivo el cambio de régimen. Nadie puede dudar a estas alturas de la voluntad de Sánchez Pérez-Castejón de someterse a esa mutación si con ello asegura su permanencia en el poder no ya hasta 2027, sino más allá; nadie sensato puede poner en duda su disposición a liderar esa «dinámica revolucionaria» que le plantean sus socios y que supondría el final de la Monarquía Parlamentaria y el nacimiento de una Tercera República Confederal Ibérica. López Burniol, quien más y mejor ha venido teorizando sobre ese salto al vacío, establece varias etapas en el proceso. La primera, la exaltación de la mencionada “plurinacionalidad”, un proceso en marcha desde hace tiempo, con la izquierda y sus secuaces de la intelligentsia exaltando las diferencias entre regiones (“naciones”) con deliberada ignorancia de lo que las une. La segunda, el establecimiento de relaciones bilaterales o singulares del Estado con las distintas “naciones” del mismo, proceso igualmente en marcha y que el propio Sánchez se encarga de proyectar cuando recibe en Moncloa a Mertxe Aizpurua, portavoz en el Congreso de EH Bildu, con la parafernalia propia de la representante de un país extranjero. La tercera, la mutación de nuestro Estado Autonómico en un Estado Confederal, salto al vacío para el que será necesaria la colaboración de un Tribunal Constitucional dispuesto a mancharse las togas con «el polvo del camino». Y cuarto y definitivo, el derrocamiento de la Monarquía y la instauración de esa República Confederal Ibérica que la izquierda tratará además de apellidar “Socialista”.

¿Ensoñación imposible? En absoluto. Es un proyecto que comparten las izquierdas sin excepción y las derechas separatistas catalana y vasca, un proyecto cuyo líder es Sánchez, el jefe de la banda dispuesto a seguir a riesgo de hacer realidad la división de España en dos mitades enfrentadas y sin posibilidad de conciliación, sin instrumentos democráticos para resolver el conflicto porque ya se ha encargado él de derribar los puentes de diálogo. Un proyecto que nos retrotraería a los más sangrientos episodios de nuestra historia. Media España contra la otra media. Otra vez. Es verdad que esta España no tiene nada que ver con la que acabó con la Monarquía alfonsina, porque mientras en aquella mucha gente solo podía defender su miseria, en esta todo el mundo tendría mucho que perder, pero la deriva emprendida desde junio de 2018 no puede ser más preocupante. El síntoma más inquietante, podría decirse incluso que más alarmante, de ese conflicto latente lo hemos visto esta semana en la disposición del autócrata a arrodillarse, a arrastrarse ante Junts pidiendo perdón por sus supuestos incumplimientos, espectáculo bochornoso nunca visto por estos pagos desde las abdicaciones de Bayona de Carlos IV y familia en favor de Napoleón Bonaparte. En lugar de disolver las cámaras y llamar a urnas, Sánchez se enroca y se humilla ante sus socios de referencia, y les implora una prórroga y viene a decirles que está dispuesto a pagar cualquier precio, dispuesto a todo con tal de renovar su condición de «presidente de alquiler» (Iñaki Ellakuría) al menos hasta 2027.

Y la portavoz de Junts en el Congreso, Míriam Nogueras, se ríe en su cara («los partidos españoles sólo reaccionan cuando están acorralados») mientras, con la boca pequeña, sostiene que el cisma es un hecho, aunque las fuentes sostienen que estamos ante una simple pose. Ella y su jefe saben, en efecto, que nuestro sátrapa está acorralado y saben también que solo tienen que esperar a que, en su extrema debilidad, acabe de “madurar” para terminar aceptando lo inaceptable en términos democráticos: la ruptura de la unidad de la nación para caminar por la senda de esa República Plurinacional. Además de arrastrarse ante Puigdemont, Sánchez ha querido enviarle un mensaje de buenas intenciones haciendo aprobar en Consejo de Ministros algunos de esos incumplimientos, «devolviendo a la Generalitat de Cataluñ», en palabras del ministro Óscar López, «la gestión de la oferta pública de empleo y los procesos de selección de los habilitados nacionales». El PSOE «devuelve a Cataluña» una competencia que nunca tuvo. Lo dicho, dispuestos a destrozar el país para mantener a Sánchez un día más en la poltrona. Por cierto que los funcionarios «habilitados nacionales» (interventores, secretarios y tesoreros municipales) fueron figura clave en 2017 como dique de contención frente al proceso separatista catalán.

Que está dispuesto a llevar este país al precipicio ha vuelto a demostrarlo también esta semana con el nuevo asalto a la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil mediante los «ascensos» de dos de sus nombres más ilustres, Rafael Yuste y Antonio Balas. Sánchez se los quita de en medio por el método de la patada hacia arriba en puertas de procesos judiciales tan candentes como el de su hermano, el de su mujer o el «caso hidrocarburos». En paralelo, pretende aupar a una ex asesora, además de cuñada de la ex ministra Teresa Ribera, a la codiciada vacante de la Sala Segunda (de lo Penal) del Tribunal Supremo que condenó al FGE García Ortiz y que deberá juzgar a José Luis Ábalos. Hablamos de Silvina Bacigalupo Saggese, hija de Enrique Bacigalupo, magistrado socialista de origen argentino que integró la Sala Segunda entre 1987 y 2011 y que, entre otras fazañas, salvó a Jesús Polanco y a Juan Luis Cebrián de la cárcel en el caso Sogecable. El apellido Bacigalupo es como una perenne maldición caída sobre la Justicia española, una pedrada perpetua a la aspiración de una España abierta y liberal.

Todo ocurre ante una España escandalizada por lo que ve a diario, pero silente. Cuenta Sebastian Haffner en su «Historia de un alemán» que Alemania sucumbió al nazismo a través del asalto a las instituciones democráticas, la manipulación de masas con una propaganda abrasadora, la polarización de la sociedad civil y la fuerza de choque de una minoría fanatizada (generosamente recompensada con prebendas de todo tipo) que se impuso sobre una mayoría apática o temerosa, llevando a la población a la aceptación gradual de la pérdida de libertades individuales, proceso que él vivió directamente como judío. Por suerte, lo único que nos diferencia ahora mismo de la experiencia que vivió Alemania en los años treinta es la falta de violencia, la ausencia del terror nazi, aunque quizá el sanchismo no lo necesite para acabar con la España de ciudadanos libres e iguales. En estas circunstancias, asistir al espectáculo de PP y Vox tirándose los trastos a la cabeza en Extremadura y en el resto del país no puede resultar más deprimente. En esas estamos.