- Un sujeto constituyente llamado nación y una pléyade de sujetos constituyentes regionales se excluyen entre sí, tanto lógica cuanto materialmente. Es el punto endeble de la Constitución Española
Mentir es dar por obvio lo complejo. Y la política no tiene más soporte que el engaño. Sin la envoltura de obviedades con las que este enmascara la vida, ¿quién sería lo bastante estúpido como para admitir que uno –casi siempre muy inferior a él– regule su vida, le dé órdenes y, por si eso fuera poco, se quede con un jugoso porcentaje de sus ingresos? Cristalizar en lo intemporal las propias decisiones es arma eficaz de cualquier gobierno. En todo gobernante late un teócrata.
Para mentir con eficacia, basta sustraer un término –el que sea– a su lengua y a su tiempo de origen. Y arroparlo en el decorado de otra lengua y de otro tiempo a la medida nuestra. O sea, a la medida del que manda. Traducir es, por eso, arte de alto riesgo. Ético. Porque, en rigor, no se traduce; se traslada. Del orden de batalla (syntaxis) de una lengua al de otra. De un tiempo histórico –esto es, de una condensación de fantasmas– a otro, tejido en fantasmas ajenos.
«Constitución de Atenas» es el término con el cual se vierte, desde su descubrimiento en 1880, el título del texto de Aristóteles que, bajo el título de Athenaíon Politeía, describe los usos del gobierno ateniense. Ningún problema. Salvo que el mismo término, aplicado a la obra de Platón que lleva ese mismo título, «Politeía», es unánimemente vertido por los traductores como «República». Y claro está, en rigor filológico, que politeía no es ni lo uno ni lo otro para un ateniense coetáneo de ambos filósofos. Es algo tan humilde como la condición ciudadana, la peculiaridad y reglamentos de quienes viven en una misma ciudad.
Hubimos de soportar anteayer, como mandan educación y buenas maneras, los retóricos cascajos hueros de cada año en torno a la Constitución de 1978. No hay mejor modo de eludir la comprensión de un texto que convertirlo en escritura sagrada. Eso lo sabe el político. Bueno, en realidad lo sabe cualquier sinvergüenza. Tratemos de entender qué sea lo que «constitución» –la del 78 como cualquier otra– dice: ¿qué significa?, ¿significa algo?, ¿significa demasiadas cosas?
El hielo de los diccionarios impone una cautela: «constitución» no aparece registrada con el significado de «forma de un gobierno y de las leyes fundamentales» sobre la que se asiente el Estado, hasta la quinta edición del Diccionario de la Academia Francesa en el año 1798. El Tesoro de Covarrubias, en 1611, no recoge la palabra y hace sólo referencia lateral a ella en su entrada «constituir», como establecer decretos. El Diccionario de Autoridades, en 1726, desarrolla igual criterio. El concepto de ley fundamental, que, a partir de 1798, repiten todos los diccionarios (RAE actual: «ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de las leyes, que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política»), es deudor del vuelco que, en 1789, generó la publicación del panfleto sobre El tercer Estado del Abad de Sieyès y su inmediata adopción como base de la primera Constitución Francesa.
«Constitución» reposa, en ese texto, sobre la exclusiva legitimidad del «sujeto constituyente» que se erige a sí mismo en garante de la nación: el «Tercer Estado», esa masa despojada de la población que va a devorar a los estamentos noble y eclesiástico, pilares del viejo régimen. La fórmula de Sieyès resuena a lo largo de los dos últimos siglos: «¿Qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta hoy en el orden político? Nada. ¿Qué pide? Ser algo». Y, sin ese «algo» que define el sujeto constituyente, no hay Constitución en sentido propio.
¿Qué sujeto constituyente sostiene la Carta Magna española en 1978? Artículo 1.2.: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Artículo 2: «La constitución se fundamenta en la indisolubilidad de la nación española». Todo hasta aquí se ajusta a las convenciones básicas del constitucionalismo. Hasta que el Artículo 143. 1. Introduce una fórmula estupefaciente: la potestad de territorios «con entidad regional histórica» para «constituirse en Comunidades Autónomas». Potestad de constituirse que, desde luego, abole el sujeto constituyente único, llamado nación, que, en 1.2. era designado como fundamento constitucional.
Pueden dársele todas las vueltas retóricas que se quiera, pero un sujeto constituyente llamado nación y una pléyade de sujetos constituyentes regionales se excluyen entre sí, tanto lógica cuanto materialmente. Es el punto endeble de la Constitución Española. De poco vale negarse a mirarlo de frente. Y mentirnos, dando por obvio lo que es complejo.