Javier Zarzalejos-El Correo

  • La Constitución ha consolidado un marco de reparto territorial del poder que reduce la dependencia de los nacionalismos vasco y catalán

La conmemoración de la Constitución, 47 años ya, puede adoptar varias formas. Una primera, la del elogio puramente retórico; otra, la del jarrón chino, valioso, pero ya ajeno; y una tercera, el canto fúnebre. Las tres sin embargo son equivocadas. La Constitución es una historia de éxito, desgraciadamente un éxito con un relato insuficiente carente de la necesaria transmisión generacional, pero en todo caso un logro rigurosamente inédito en nuestra historia contemporánea.

La Constitución fue la respuesta acertada y patriótica de una generación que, desde la derecha y la izquierda, desde el propio régimen franquista y fuera de él, se encontró ante un imperativo histórico. Desparecido Franco y acabado su régimen, emergía una sociedad que había ampliado su estructura de clases medias, y quería organizarse en torno a valores de libertad y pluralismo al tiempo que rechazaba mayoritariamente tanto el inmovilismo como la ruptura; una sociedad con temores e incertidumbres, pero también con actitudes dominantes de tolerancia y entendimiento.

Por eso, la Constitución respondió igualmente a otro imperativo, en este caso ético: el imperativo de articular la convivencia en un país que en un siglo (1839-1939) había sufrido tres guerras civiles, la última prolongada en una dictadura que se asentó en la división entre españoles. La Constitución fue, y lo sigue siendo, la alternativa a la guerra civil, al exclusivismo de partido, a la violencia como sustitutivo de la política democrática.

A lo largo de estos 47 años la Constitución ha servido eficazmente a este propósito y ha superado pruebas que ningún otro país de nuestro entorno ha tenido que afrontar en el último medio siglo: desde el ataque continuado del terrorismo nacionalista hasta dos intentos de golpe de Estado, con Tejero (1981) y Puigdemont (2017), ambos con precedentes históricos perfectamente identificables, pasando por gobiernos que, como el caso del actual, basa la gobernación del Estado en aquellos que lo niegan y quieren destruirlo. La sucesión en la Corona ha seguido su curso y hoy la encarna un Rey respetado y prudente que ha tenido que afrontar desafíos institucionales distintos a los de su padre, impulsor de la Transición, pero igualmente exigentes.

Como norma viva y vivida, la Constitución ha ido mutando. En unos casos para bien, completando su protección con prácticas y desarrollos legislativos acordados, y en otros casos a través de mutaciones que quieren imponerse para desactivar elementos clave en nuestra identidad constitucional como ocurre cuando se proclama que en un régimen parlamentario el Parlamento es prescindible y se dejan sin contenido sus funciones esenciales presupuestaria, legislativa y de control. Impedir que estas pretensiones se normalicen es un deber que desde luego compromete a los que tengan la responsabilidad de gobierno en el futuro.

La Constitución ha transformado la estructura del Estado según un modelo de descentralización política, administrativa y financiera singular. Es verdad que no ha conseguido el objetivo, imposible, de integrar a los nacionalismos vasco y catalán. Bien al contrario, ambos se están reforzando en sus segmentos más radicales y etnicistas. Sin embargo, ese modelo autonómico, denostado por centralistas e independentistas, ha promovido nuevas realidades pujantes que están cambiando muy profundamente los equilibrios territoriales, reduciendo sustancialmente la dependencia del modelo autonómico de las exigencias de los dos nacionalismos, el vasco y el catalán. De este modo, se ha consolidado un marco autonómico como instancia efectiva de reparto territorial del poder, especialmente saludable como contrapeso a gobiernos tan poco integradores como el actual.

La Constitución no hace milagros. Los que tenía que hacer, ya los hizo. Y estoy convencido de que volveremos a la normalidad de un sistema político en el que la voluntad mayoritaria no quede secuestrada por la capacidad extractiva de minorías insolidarias. Una normalidad en la que el acto fundacional de un gobierno no sea el pacto suscrito por dos presuntos delincuentes en un país extranjero para garantizarse impunidad y controlar a los jueces. Una normalidad consistente en que las sentencias judiciales después de un proceso con todas las garantías no queden sin efecto por el ejercicio fraudulento de los indultos o las amnistías. Esa normalidad que Julián Marías describió magistralmente como «la concordia sin acuerdo», en la que la discrepancia política no impida la voluntad de convivir compartiendo un espacio cívico común. Lo contrario de los muros, la privatización del poder, la exclusión y la violencia.