Eduardo Uriarte-Editores
A estas alturas de mi vida he escuchado infinidad de discursos y proclamas, desde los de Leguina en las asambleas de la Facultad en mi juventud a los de algunos presidentes de gobierno y cámaras legislativas, pero ninguno tan falso y cínico como la de la señora Armengol llamando ella, precisamente, al espíritu de consenso que hizo posible la Constitución del 78. Precisamente ella, que ha convertido el Congreso no sólo en una correa de transmisión del Gobierno Frankenstein o sanchista, sino simple y llanamente en una prolongación de la presidencia de Moncloa. Ella, que dio paso a dos decretos inconstitucionales de estado de alarma y a una ley de amnistía considerada inconstitucional hasta fechas muy próximas, aprobada por un escasísimo margen de votos. Ella llama al consenso.
Pero es que el consenso debe ser precedido por unas formas de acercamiento y diálogo rechazados por su partido desde el primer momento de la presencia de Sánchez, con el rupturista pronunciamiento del “no es no”. A ruptura tan poco mesurada del respeto a la lista más votada se añadió posteriormente la exaltación del “muro” político entre españoles, que supone no sólo la liquidación de las mínimas relaciones con la oposición, calificada de fachosfera o “heredera del franquismo”. Discurso, práctica, calificaciones del lenguaje, carcajadas despreciativas, que forman parte esencial del sanchismo, incompatibles con la educación, la estabilidad política, con la democracia, con la convivencia, o con el menor rescoldo de nación común. Cinismo sumado a la mentira en el discurso de Armengol en el día de la Constitución.
Porque el ambiente para el consenso debe de ser promovido primera y principalmente por el que está en el poder, favoreciendo la deliberación de las leyes, evitando el uso del decreto y, especialmente, el del invento sanchista del decreto ómnibus, permitido por la presidenta de la Cámara. El ambiente de consenso exigiría contestar a las preguntas que realiza la oposición, y no responderla con un sistemático ataque, sin que la presidenta ose indicar a Sánchez que se atenga a la cuestión. Cómo osa llamar al consenso si el fundamento del sanchismo, tal como lo planteara Laclau, consiste en convertir al adversario en odiado enemigo, el uso del odio contra la derecha demonizada es consustancial al sanchismo. Y un día que hay que festejar se llama al consenso falsariamente.
Porque este presidente desde el primer instante de su presencia ha basado toda su estrategia política en la provocación, lo que coherentemente produce crispación. En general, en las democracias el presidente del gabinete tiende a moderar los discursos, a favorecer el encuentro. En España es todo lo contrario, erosionando tal comportamiento el sistema político que lo sostiene, al que le propondrá su reforma, esbozada por Armengol, en el sentido wokista y centrífugo que parecía entendérsele, no para reformar la actualmente existente en sus deficiencias descubiertas ante las arbitrariedades promovidas por el sanchismo. Tres años sin presupuestos cuando el control de los mismos fue lo que dio lugar históricamente a la necesidad del parlamentarismo.
Si no hay consenso, ni posibilidad de él, es porque el sanchismo no está ni por asomo interesado en él. Vive en la provocación y en el enfrentamiento, en un comportamiento reeditado del infantilismo izquierdista que corroyó, antes de que se oyeran ruidos de sables, los fundamentos de la II República, hasta su crisis por el levantamiento militar de naturaleza fascista. Como en una parodia de aquella situación Sánchez aboga por una crisis bajo su control del sistema para erigirse en el nuevo caudillo civil, vencedor del que sacó de Cuelgamuros. La historia de nuestra tragedia se repite. O se le echa, o se repite.