Miquel Escudero-El Correo

A principios del año 1848, en California, junto al río Buenaventura (luego llamado ‘de los americanos’; Trump no fue pionero en los rebautizos), se encontraron pepitas de oro en abundancia: La noticia no pudo ocultarse mucho tiempo y se disparó una emigración masiva hacia San Francisco, que de aldea pasaría a la ciudad que es hoy. Decenas de miles de personas de todo el mundo se afanaron en ir allá para enriquecerse; el ‘sueño californiano’ de riqueza inmediata. En 1850 California se convirtió en Estado de la Unión. Si bien para esa fecha ya había unos 14.000 kilómetros de vía ferroviaria en Estados Unidos, el modo de desplazarse para explotar aquellos yacimientos fue principalmente el de caravanas familiares.

Se robó y mató para obtener la titularidad de la tierra. Las propiedades de numerosos indios (organizados en las misiones fundadas por fray Junípero Serra) fueron saqueadas por colonos salvajes que, consentidos en ausencia de todo Estado de Derecho, organizaron matanzas para exterminarlos, y la población india quedó terriblemente diezmada.

En 1875, diez años después de acabada la Guerra de Secesión, se vetó a las mujeres chinas entrar en Estados Unidos. Y siete años más tarde, una ley federal prohibió la inmigración de trabajadores chinos. En ‘Cómo ocultar un imperio’, Daniel Immerwahr señala que los filipinos, súbditos estadounidenses entre 1898 y 1945, fueron tratados como extranjeros asiáticos, «sujetos a las mismas leyes de exclusión racial que impedían la entrada de trabajadores chinos en el país». Los cupos raciales no quedaron abolidos hasta 1965. Algunos querrían reactivarlos hoy, otra vuelta atrás en el tiempo.