María Corina Machado-ABC
- Extracto de las partes más sobresalientes del emocionante discurso de María Corina Machado en la ceremonia de entrega del premio Nobel de la Paz, que recogió su hija en Oslo
He venido a contarles una historia, la historia de un pueblo y su larga marcha hacia la libertad. Esa marcha me trae hoy aquí, como una voz entre millones de venezolanos que se han levantado una vez más para reclamar el destino que siempre les ha pertenecido.
Venezuela nació de la audacia, moldeada por una fusión de pueblos y culturas. De España heredamos una lengua, una fe y una cultura que se hermanaron con nuestras raíces ancestrales indígenas y africanas. En 1811 escribimos la primera constitución del mundo hispano, una de las primeras constituciones republicanas de la Tierra. Allí afirmamos una idea radical: que cada ser humano posee una dignidad soberana. Esa constitución consagró la ciudadanía, los derechos individuales, la libertad religiosa y la separación de poderes. Nuestros antepasados cargaron la libertad sobre sus hombros. Cruzaron un continente entero, desde las orillas del Orinoco hasta las alturas del Potosí, convencidos de que la libertad nunca está completa si no es compartida. Desde el principio creímos en algo tan simple como inmenso: que todos los seres humanos nacen para ser libres. Esa convicción se convirtió en el alma de nuestra nación.
Pero incluso la democracia más fuerte se debilita cuando sus ciudadanos olvidan que la libertad no es algo que debamos esperar, sino algo a lo que debemos dar vida. El cabecilla de un golpe militar contra la democracia fue elegido presidente, y muchos pensaron que el carisma podía sustituir el Estado de derecho. Desde 1999, el régimen se dedicó a desmantelar nuestra democracia: violó la Constitución, falsificó nuestra historia, corrompió a las Fuerzas Armadas, purgó a los jueces independientes, censuró a la prensa, manipuló las elecciones, persiguió la disidencia y devastó nuestra biodiversidad. Y entonces llegó la ruina: una corrupción obscena, un saqueo histórico. Durante los años del régimen, Venezuela recibió más ingresos petroleros que en todo el siglo anterior. Nos lo arrebataron todo. El dinero del petróleo se convirtió en un arma para comprar lealtades en el exterior, mientras el Estado se fusionaba con el crimen organizado y con grupos terroristas internacionales. Pero más profundo y corrosivo que la destrucción material fue el método calculado para quebrarnos por dentro. El régimen se propuso dividirnos: por nuestras ideas, por raza, por origen, por la forma de vida. Nos asfixiaron, nos encarcelaron, nos mataron, nos empujaron al exilio.
Han sido casi tres décadas de lucha contra una dictadura brutal, y lo hemos intentado todo: diálogos traicionados, protestas multitudinarias reprimidas, elecciones manipuladas. La esperanza se derrumbó, y con ella se fue apagando la fe en que algo pudiera cambiar. La posibilidad de un cambio se volvió una ingenuidad o una locura. Y, sin embargo, desde lo más hondo de ese abismo, un paso que parecía pequeño, casi burocrático, desató una fuerza que cambió el rumbo de nuestra historia. Decidimos, contra todo pronóstico, realizar una elección primaria, un acto de rebelión improbable. Decidimos confiar en la gente.
Finalmente llegó el día de la elección, el 28 de julio de 2024. Frente a la irrupción de nuestra victoria abrumadora, el régimen emitió una orden desesperada: los soldados debían expulsar a nuestros testigos de los centros de votación e impedir que recibieran las actas originales a las que tenían derecho por ley. Pero los soldados desobedecieron. La dictadura respondió aplicando el terror. Dos mil quinientas personas fueron secuestradas, desaparecidas o torturadas. Marcaron sus casas, tomaron a familias enteras como rehenes. Sacerdotes, maestros, enfermeras, estudiantes: todos perseguidos por compartir un acta electoral. Crímenes de lesa humanidad, documentados por las Naciones Unidas; terrorismo de Estado, usado para enterrar la voluntad del pueblo.
A más de doscientos veinte adolescentes detenidos tras las elecciones los electrocutaron, golpearon y asfixiaron hasta forzarlos a decir la mentira que el régimen necesitaba difundir: que habían sido pagados por mí para protestar. Mujeres y adolescentes encarceladas siguen hoy sometidas a esclavitud sexual, obligadas a soportar abusos a cambio de una visita familiar, una comida o el simple derecho a bañarse. Aun así, el pueblo venezolano no se rinde.
Así llegamos hasta el día de hoy, en el que resuena el clamor de millones de venezolanos que ya sienten cercana su libertad. Este premio tiene un significado profundo: le recuerda al mundo que la democracia es esencial para la paz. Y lo más importante, el principal aprendizaje que los venezolanos podemos compartir con el mundo es la lección forjada a través de este largo y difícil camino: si queremos tener democracia, debemos estar dispuestos a luchar por la libertad. La libertad se conquista cada día, en la medida en que estemos dispuestos a luchar por ella. Esa es la razón por la cual la causa de Venezuela trasciende nuestras fronteras. Un pueblo que elige ser libre no solo se libera a sí mismo, sino que contribuye con toda la humanidad. En esta larga y dura travesía, los venezolanos hemos ganado certezas del alma, verdades profundas que le han dado un sentido trascendente a nuestras vidas y que nos preparan para construir un gran futuro en paz.
Venezuela volverá a respirar. Abriremos las puertas de las cárceles y veremos salir el sol a miles de inocentes que fueron encarcelados injustamente, abrazados al fin por quienes nunca dejaron de luchar por ellos. Veremos a las abuelas sentar a sus nietos en sus piernas para contarles historias, no de héroes lejanos, sino del valor de sus propios padres. Veremos a nuestros estudiantes debatir con pasión, sin miedo, con sus voces al fin libres. Volveremos a abrazarnos, a enamorarnos, a oír nuestras calles llenas de risas y de música. Todas las alegrías simples que el mundo da por sentadas volverán a ser nuestras.
Mis queridos venezolanos: el mundo ha quedado maravillado por lo que hemos logrado. Y pronto presenciará una de las imágenes más conmovedoras de nuestro tiempo: el regreso de los nuestros a casa. Yo estaré allí, nuevamente, en el puente Simón Bolívar, en la frontera con Colombia, donde una vez lloré entre los miles que se iban, para recibirlos de vuelta a la vida luminosa que nos espera. Porque, al final, nuestro viaje hacia la libertad siempre ha vivido dentro de nosotros. Estamos regresando a nosotros mismos. Estamos regresando a casa.
Permítanme rendir homenaje a los héroes de este camino. A nuestros presos políticos, a los perseguidos, a sus familias y a todos los que defienden los derechos humanos. A quienes nos protegieron, nos alimentaron y lo arriesgaron todo por cuidarnos. A los periodistas que se negaron a callar. A los artistas que llevaron nuestra voz al mundo. A mi equipo extraordinario, a mis maestros, a mis compañeros activistas políticos y sociales. A los líderes del mundo que nos acompañaron y defendieron nuestra causa. A mis tres hijos, a mí papá adorado, a mi mamá, a mis tres hermanas y a mi valiente y querido esposo, quienes me han sostenido durante toda mi vida. Y, sobre todo, a los millones de venezolanos anónimos que arriesgaron sus hogares, sus familias y sus vidas por amor. Ese mismo amor del que nace la paz, el que nos sostuvo cuando todo parecía perdido y que hoy nos une y nos guía hacia la libertad. A ellos pertenece este honor. A ellos pertenece este día. A ellos pertenece el futuro. Seguimos de la mano de Dios.