Rebeca Argudo-ABC

  • Tan ocupadas estaban las feministas en matar moscas con el rabo que se les extraviaban las denuncias o se estropeaban pulseritas

Dicen que el diablo, cuando se aburre, mata moscas con el rabo. No le da por hacer pan con cosas siguiendo un tutorial de Instagram, no: mata moscas con el rabo. A San Jorge en la jubilación le dio por lo mismo. En lugar de salir a supervisar obras con las manos cruzadas en la espalda se le antojó volver a desenvainar la espada para, muerto el dragón, atizarle mandobles a lagartijas que pasaban. Al feminismo, conquistada la igualdad y devenido en esquizofeminismo de complementos (gafas moradas, puntos violetas, consignas de camiseta), le ha pasado un poco lo mismo y, muerto el perro, en lugar de acabarse la rabia ha mutado en rechinante ladrido desnortado de un chihuahua enfurecido, consciente del desafecto. Y, como enfocarse en solucionar problemas reales es muy frustrante, ha decidido este posfeminismo histérico concentrarse en el gesto, militancia hipeventilada en chapa y pintura. No le importan las verdaderas causas pendientes del movimiento que fue, que las hay, sino las que le reportan pingües beneficios inmediatos mediante poco esfuerzo. Sus últimas aportaciones han sido la lucha épica contra un libro, una palabra y, ahora, un color. El libro de Juan Soto Ivars, ‘Esto no existe’, se ha convertido en la bestia negra de las más entregadas a la causa; la palabra «charo» fue merecedora de veinte páginas de dislate retórico perpetrado por las mismas que llevan años llamando violadores y asesinos (así, sin hipérboles) a los hombres. Y, ahora, el color blanco es un drama.

Resulta que Pantone ha elegido el color blanco como color del año para este 2026 y eso ha enfurecido al feminismo ciclotímico. Mientras yo tengo serias dificultades para distinguir el blanco hueso del blanco roto (mi mente opera en colores básicos) resulta que existe un blanco Cloud Dancer (que ni es blanco Star White ni es blanco Cannoli Cream, ojo ahí) que ha ofendido a mujeres adultas porque, interpretan ellas cargadas de razones, invisibiliza la lucha feminista. «El blanqueo ha ido demasiado lejos», dicen airadas. Otras que es demasiado Sydney Sweeney. Y ahí las tenemos, enfadadas como monas contra un color como hace dos días las teníamos enfurruñadas con un sintagma. ¿Qué será lo próximo? ¿El olor a lavanda será considerado agresión simbólica? ¿Si nos rascamos la nariz en público seremos misóginos confesos? ¿Será el arroz con leche, debido a la mezcla de sabores y texturas, una agresión que perpetúa históricas opresiones transversales del heteropatriarcado androcéntrico, o algo así? Y, lo más importante: ¿Que opina Salazar del libro de Soto Ivars? ¿Dice charo, viste de Cloud Dancer? ¿Y José Tomé? ¿Y Ábalos, y Koldo, y Cerdán?

Tan ocupadas estaban las feministas bien, las de carné y pedigrí (el feminismo no es de todas, bonita) matando moscas con el rabo (ahora ruedo un anuncio bochornoso, ahora publico un informe prescindible, ahora monto una chochocharla), se les extraviaban las denuncias o se estropeaban pulseritas. Tonterías. Dejen a San Jorge, ¿no ven que está ocupado?