Iñaki Unzueta-El Correo
- La crítica de la violencia de Otegi es un giro instrumental, no una reflexión crítica y sincera del nacionalismo radical
‘Antifa’ se títula el libro de Mark Bray, historiador estadounidense que debido a las presiones de Donald Trump se ha establecido en España. La sintaxis descoyuntada hace de ‘Antifa’ una lectura farragosa. En primer lugar, Bray no ofrece una teoría mínimamente articulada de lo que entiende por fascismo. Vendría a ser un ‘totum revolutum’ de patriarcado, machismo, supremacismo blanco, racismo y capitalismo. Para Bray, todo lo que combate el antifascismo es fascismo: «El antifascismo -dice- es una propuesta política de izquierdas para todos los revolucionarios implicados en la lucha contra la extrema derecha».
Por otro lado, Bray hace un repaso de las organizaciones antifascistas que operan principalmente en EE UU y Europa, clasificándolas con respecto a dos ejes: 1. Aceptación o rechazo de la libertad de expresión, y 2. Aceptación o rechazo de la violencia. Con respecto a la libertad de expresión, señala que no es absoluta si permite la expansión de ideologías fascistas: «Aunque negar una tribuna a los fascistas atenta a menudo contra la libertad de expresión, está justificado por su importancia en la lucha política contra el fascismo». En el arco antifascista existen posiciones más radicales, como la de este activista holandés que Bray recoge en su libro: «Es una discusión falaz, en la que nunca vamos a participar (…). Se tiene derecho a hablar, ¡pero también a que te hagan callar!».
En cuanto a la violencia, Bray comienza diciendo que «supone una parte muy pequeña de la actividad de los antifascistas, pero es de vital importancia». Y señala tres argumentos para justificar el uso ocasional de la fuerza: 1. La insuficiencia de las instituciones y del debate racional para frenar el avance del fascismo. 2. La existencia de casos históricos que por medio de la violencia han abortado desarrollos fascistas. Y 3. Como prevención para protegerse de posibles agresiones. Los antifascistas, dice, «se adelantan y no esperan que una amenaza llegue a ser violenta para actuar y suprimirla, físicamente si hace falta».
Por último, Bray señala que el objetivo del antifascismo es «la expropiación global de la clase dirigente capitalista y la destrucción de todos los Estados existentes por medio del levantamiento popular internacional». En la Nueva Sociedad las cárceles no existirían porque los delitos inducidos por el sistema capitalista desaparecerían y la igualdad de sexos estaría garantizada. Asimismo, el racismo sería erradicado, pues según Bray la raza es una construcción social que cambia con el tiempo. Los antepasados judíos de Bray, según él, no eran considerados blancos cuando llegaron a EE UU a principios del siglo pasado. «Se trata de actuar contra las fuentes del privilegio blanco. Esto no quiere decir que haya que exterminar a las personas que se califican como blancas, sino abolir el esquema de clasificación racial que las hace ser así», dice.
Esbozadas las orientaciones generales del antifascismo, quiero ahora detenerme en la curiosa evolución hacia el antifascismo del nacionalismo radical vasco. Robert Paxton define el fascismo «como una forma de conducta política caracterizada por una preocupación obsesiva por la decadencia de la comunidad (…) y por cultos compensatorios de unidad, energía y pureza, en que un partido con una masa de militantes comprometidos abandona las libertades democráticas y persigue con violencia redentora objetivos de limpieza interna». Las ideas centrales son, por tanto, un sentimiento de crisis y decadencia del propio grupo; la primacía y la creencia de que es una víctima y la necesidad de una integración más estrecha de una comunidad más pura, por el consentimiento o por la violencia. Durante décadas el nacionalismo radical vasco marginó obligaciones básicas de la civilización, declaró superfluos a determinados segmentos sociales e impulsó dinámicas de desprecio que moldearon lo que se entiende por fascismo. Ahora emerge Otegi como un irredento antifascista que censura los métodos violentos y hace frente al bloque autoritario-fascista por la amenaza que supondría para la nación vasca y los movimientos sindical y feminista. La crítica de la violencia de Otegi responde más a un giro instrumental, pues no han realizado una reflexión crítica y sincera de los métodos violentos.
Por otro lado, la propuesta de Bildu de generalizar la exigencia del euskera para todos los puestos del funcionariado se desliza peligrosamente por la pendiente del clasismo y del racismo. Clasismo porque deja prácticamente fuera a toda la población inmigrante. Solo un tercio del alumnado obtiene el nivel B2 previsto al finalizar la Secundaria. De ellos, dos tercios vienen de familias euskaldunes y la tercera parte de sectores medio-altos acomodados. El desconocimiento o el dominio deficiente de euskera deja a las clases bajas fuera del funcionariado y las condena a los empleos menos prestigiosos. Clasismo y racismo cultural que jerarquiza lenguas y culturas se compadecen mal con el antifascismo.