Antonio Elorza-El Correo

  • Sigue vigente el cometido de defensa de los más débiles pero la generación Z expresa su malestar por el previsible voto de protesta a Le Pen y a Vox

De una editorial amiga me llegó hace meses una oferta inesperada de retomar un viejo tema de investigación, con motivo del centenario de la muerte de Pablo Iglesias. El resultado fue un libro sobre ‘Pablo Iglesias y la fundación del PSOE’.

Supuso una especie de retorno a los orígenes, cuando a fines de los 60, en compañía de la actual directora de la Academia de la Historia, Carmen Iglesias, publiqué una amplia selección de textos del primer socialismo español en una revista estatal. Así no pudieron prohibirlos, limitándose a multar a quien reseñara su existencia (‘Actualidad económica’). La enemiga del franquismo contra ‘el Abuelo’ duró hasta el fin de la dictadura. En 1975 el director de la revista ‘Sistema’, Elías Díaz, y dos colaboradores de un número de homenaje a Pablo Iglesias fuimos llevados al TOP. Por fortuna, murió Franco y el juez Mateu se convirtió al interrogarnos en un ángel de la tolerancia.

La mirada hacia el pasado puede parecer en este caso un ejercicio inútil de arqueología política, dadas las distancias entre aquel tiempo y el nuestro, y entre aquel PSOE y el actual. No lo es tanto si tenemos en cuenta que estamos ante el alfa y el omega de la historia del socialismo, entre el momento de formación de los partidos socialistas, por iniciativa de Marx, y la crisis que ahora vivimos, de apariencia irreversible.

El gran mérito de Pablo Iglesias consistió en asegurar durante casi medio siglo -entre 1879 y 1925- la supervivencia de un partido obrero, cuyos planteamientos y cortos resultados eran reflejo de las limitaciones impuestas por el atraso económico, con la disyunción entre la capitalidad política (Madrid) y los focos de industrialización (Cataluña en el principio). Sin olvidar el atraso intelectual. Mal podían unos tipógrafos entender a Marx si lo que llegó fue Proudhon y los economistas clásicos eran del todo ignorados por los universitarios burgueses. Y estaba algo también marginado, que guarda relación con la actualidad: el núcleo fundador del PSOE, bakuninistas de la Primera Internacional en 1870, se forma en el final de la pleamar revolucionaria que para Europa culmina en la Comuna de París y para España en 1868.

El nuevo mundo parecía al alcance de la mano. Resultó ser un espejismo. Lo que vendrá, en Europa y especialmente aquí con Cánovas, será la refundación de un poder conservador, represivo, donde solo cabía conservar la fe, manteniendo la organización. Lo que hizo Pablo Iglesias. Con el añadido, al lado de Pi y Margall o de Giner de los Ríos, de ofrecer una alternativa político-moral a la Restauración. Y a la barbarie premonitoria de la guerra colonial: su denuncia de Franco. 1922 anuncia 1936.

La larga marcha de la socialdemocracia, emprendida en 1872, pareció culminar satisfactoriamente en la segunda mitad del siglo XX. No se trataba ahora de la revolución, sino de profundizar en las reformas sociales, en el Estado de bienestar y en la minoración de la desigualdad. En nuestro continente, la Unión Europea iba a ser la nueva Internacional que daría cohesión al proceso.

También esta vez la pleamar de las expectativas, compartidas por otros sectores de la izquierda -pensemos en otro espejismo, dependiente del anterior, el ‘eurocomunista’-, cedió paso a un tremendo reflujo, producto de la revolución tecnológica y de la involución económica consiguiente, sin retorno posible desde 2008.

El problema es que esta vez no basta con ajustarse a la defensa de las organizaciones políticas y sindicales, amenazadas de desmantelamiento, por inadecuación a un giro copernicano que ha sustituido los entramados corporativos por la liquidez detectada por Baumann.

No es cuestión de errores, sino de quiebra de los agentes políticos y económicos hasta ahora actuantes. Recordemos cómo el ordenador o el móvil anularon a sus predecesores. Solo que resignarse no sirve, dado que el proceso general de cambio en curso, lejos de resolver el problema capital de la desigualdad, entre grupos sociales y territorios en el mundo, lo lleva a grados extremos. Otro tanto sucede con la propia preservación del planeta, cada vez más amenazada.

Por ello, sigue vigente el cometido tradicionalmente asumido por la socialdemocracia, de defensa de los más débiles, de análisis de los mecanismos de explotación y de propuestas contra la desigualdad -y ya también contra la barbarie y las barbaries-. El obstáculo reside aquí en la dificultad de que la función cree el órgano, saliendo desde una sima.

Los zigzags de la economía son un obstáculo adicional. Ahí está, en Francia y en España, el solapamiento al conflicto de clases del conflicto económico intergeneracional: unos jubilados cuyo PIB es superior al de los jóvenes trabajadores, y que son la principal reserva de votos para la izquierda, mientras la generación Z expresa su lógico malestar con la protesta y con el previsible voto a Le Pen y a Vox. Mal futuro. Vía libre para populismos.