Manfred Nolte-El Correo

  • España desiste de más de 60.000 millones de euros de fondos europeos, un fracaso de gestión y política que pone en peligro el futuro económico del país

El Consejo de Ministros ha aprobado a primeros de mes una adenda al ‘Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia’ convenido con la Unión Europea (UE) por la que España renuncia a 60.300 millones de euros en préstamos blandos, el 72,6% del tramo crediticio en su día asignado. Las ayudas concedidas se reducen, en consecuencia, de 163.014 millones a 103.000 y aún planea la amenaza de perder entre 20.000 y 25.000 millones adicionales del tramo de subvenciones a fondo perdido, si no se cumplen determinados requerimientos antes del 31 de agosto de 2026.

No se trata de un ajuste técnico ni de una minucia administrativa. Asistimos a la confesión de un fracaso político y de gestión. El Gobierno de la nación no ha sabido estar a la altura de la mayor oportunidad surgida en décadas para la modernización del país. No ha podido hacerlo porque no tiene oficio ni método.

NextGenerationEU nació como la respuesta conjunta a las necesidades de los países miembros, azotados por la pandemia: 750.000 millones financiados con deuda mancomunada de la propia UE, una respuesta ambiciosa, un hito comunitario sin precedentes. Su propósito era claro: inversión modernizadora, cohesión y solidaridad europeas frente a la mayor crisis registrada en los anteriores 70 años.

España ha sido uno de los grandes beneficiarios del programa NextGenerationEU. Cerca de 163.000 millones entre subvenciones y préstamos, más del 11% del PIB. No solo es dinero gratis. Ha sido igualmente una invitación a acometer en tres años la recuperación del retraso secular de la inversión española.

Sobre el papel, el plan ‘España Puede’ trazado por el equipo de Sánchez, ofrecía una hoja de ruta razonable, con cuatro ejes y diez políticas palanca. Pero el Gobierno ha sido incapaz de transformar ese diseño en una realidad esperanzadora. Los retrasos se encadenaron, la ejecución real avanzó con lentitud exasperante y la burocracia, espesa, redundante y fragmentada, ha estrangulado el programa antes de finalizar los plazos. Datos del IGAE, cerrados a la fecha, muestran que los pagos reales ascienden al raquítico 28% del total adjudicado y disponible.

No se trata de un fenómeno nuevo, sino de uno recurrente. España acumula el historial más decepcionante de toda la Unión Europea en la ejecución de fondos sociales, léase fondos estructurales o fondos de cohesión. Pero esta vez el listón era otro. NextGenerationEU no era solamente un programa audaz y de gran envergadura dineraria, sino también un test a la madurez institucional de cada Estado miembro. La administración central no ha reformado su capacidad organizadora ni ha coordinado a las administraciones periféricas. Ante la incapacidad de gestionar los recursos, ha optado por desprenderse a ellos. No por exceso, sino por incapacidad.

Y el momento no podía ser más desafortunado. Cuando la UE debate cómo financiar la inversión imprescindible para no alejarse irreversiblemente de Estados Unidos y de China. Informes como los de Letta o Draghi han insistido en movilizar anualmente alrededor de 800.000 millones de euros para reindustrializar Europa y sostener la transición energética.

Las causas del fracaso están identificadas. Déficit de capacidad técnica para pilotar proyectos complejos, fragmentación territorial que ha impedido coordinar ministerios, comunidades y ayuntamientos, y un miedo paralizante al control y la fiscalización, que conduce a la inacción. Una responsabilidad íntegramente política.

Podría argumentarse que con los fondos rechazados se evita aumentar la deuda pública. Débil coartada. La deuda es un problema cuando financia, como es la práctica habitual de este país, fines sociales, necesarios, pero de menor efecto multiplicador, o directamente el despilfarro a través de decisiones ineficientes. Pero no cuando acomete inversión transformadora en condiciones extraordinariamente ventajosas.

De inquietante hay que definir el clima de silencio resignado que acompaña a este suceso. No hay debate parlamentario. No se constata alarma mediática. Apenas se conoce repulsa o mera reflexión ciudadana. Como si la renuncia a cientos de millones fuera otro episodio más en la larga crónica de nuestra molicie inversora.

España, una vez más, vuelve a aparecer como el alumno que no entrega el trabajo a tiempo y que busca una coartada verosímil para justificar el suspenso. Pero esta vez no hay tribunal ni profesor al que culpar: solo la evidencia de que hemos rechazado un dinero que necesitábamos para sostener nuestro futuro.