Jesús Lillo-ABC

  • La altanería del autor del ‘No es no’ chirría con la inocencia que finge

Veníamos de Mariano Rajoy, entre cuyos defectos no figuraba precisamente la chulería. Para eso tenía a Cristóbal Montoro, que era feo, pero matón. Aunque fue José Luis Rodríguez Zapatero quien en un ejercicio de falsa modestia aseguró que cualquiera podía llegar a ser presidente del Gobierno, en los antípodas de aquel Ánsar que ponía los pies sobre la mesa de Bush Jr. y hablaba ‘tex-mex’ en la intimidad, fue Rajoy el que mejor representó el ideal de la contrameritocracia que inspira a la gente corriente y moliente, de la que ve en la tele las etapas de Tour, se pone chorreando al abrir una botella de plástico o se lía –«Somos sentimientos y tenemos seres humanos»– al tratar de argumentar lo más sencillo del mundo. Justo es recordar que antes de que Jorge Bergoglio llegara a obispo de Roma, Rajoy fue primer ministro. Convincente y desarmante para cualquier escéptico, la simplicidad de Rajoy –«Un vaso es un vaso y un plato es un plato»– contribuyó a su prestigio ético y lo libró de cualquier sombra de duda en la crisis de credibilidad que se llevó por delante a su círculo más estrecho y casi el edificio que los hospedaba.

Veníamos de las cosas de andar por casa de Mariano Rajoy y llegamos, censura mediante, a un Pedro Sánchez que ya había hecho –«No es no»– de la chulería su divisa y de su cara bonita, una máscara, pintada al fresco sobre cal y cemento. Para eso hay que nacer y luego entrenar. Esos andares, esa manera de juguetear con el botón de la chaqueta según viene de frente o pasa de largo, esos zapatos cuya suela no toca el suelo, esa mirada de darle tiza al palo de billar, esa caída senatorial de gafas de cerca, ese morro que pone y tanto les pone, esas cosas que suelta por la boca cuando se le calienta, esa risa fanfarrona con que acalla cualquier irreverencia, «esa chulería indecente» que cantaban los Esclarecidos… Todos esos elementos componen la imagen de la invulnerabilidad que construyen los engreídos y que no termina de casar, por incompatible, con la indefensión que Pedro Sánchez finge cuando cada vez con más frecuencia se hace la víctima, ya sea por carta a la ciudadanía, arqueando las cejas para dar lástima cuando lo entrevistan en sus teles o confesando, abrumado, que se la han jugado en el plano personal aquellos en los que una vez confió y por los que puso la mano en el fuego y el tubo de escape ardiendo de un Peugeot.

Eso se le puede pasar a un pringado, pero no a un figura de la talla, la percha y el porte de Pedro. No cuadra: o miente uno, el que escupía por un colmillo en el quicio de la mancebía de su suegro, o el otro, el que de repente se muestra indefenso ante el desconcierto de aquello de cuyo control absoluto, paradoja o embuste, tanto alardeó. No casa. Distraído, a Rajoy todavía se lo puede uno imaginar leyendo el ‘Marca’ mientras le hacían la cama los de dentro o le empezaba a cambiar el colchón el de fuera, pero al Uno, más retorcido que un ocho, no hay forma de tomárselo en serio cuando hace como que humilla.

De «un vaso es un vaso» a «no es no», tautologías de dos caracteres contrapuestos, va un trecho que no se puede desandar. Ni un paso atrás, por inverosímil. Sánchez se recompone en cinco días de irreflexión y saca el rótulo de ‘Cumpliendo’. Con lo que le echen. Como Ábalos en su vis a vis, con la que le echen.