Ignacio Camacho-ABC

  • Ya no se trata de la pérdida de prebendas sino de escapar de un incendio penal cuyas llamas están cada día más cerca

Decíamos ayer, sin el aticismo de fray Luis, que en democracia los pueblos se merecen sus gobiernos. No sospechábamos que Sánchez, en su patología narcisista, iba a añadir que los españoles no sólo merecemos el suyo sino que nos sienta bien (sic), y tan seguro se muestra de ello que no necesita convocar elecciones para comprobar si estamos de acuerdo. También dijo que su gestión nos sale rentable –razón por la cual nos fríe a impuestos– y de paso arremetió en modo comecuras contra el obispo Argüello por solicitar que apele a los procedimientos usuales en caso de bloqueo, esto es, someterse a una moción de confianza o dar la palabra al pueblo en vez de poner la legislatura bajo secuestro. La confianza se la inspira él a sí mismo cuando se mira en el espejo y se ve guapo, satisfecho, radiante de contento. El más feminista, el más transparente, el más progresista, el más sincero. Y desde luego el más honesto aunque algunos resentidos se nieguen a reconocerlo.

A un hombre así habría que tributarle un homenaje diario, aunque haya compatriotas ingratos que se empeñan en someterlo a infames «campañas de fango». Gajes del oficio, servidumbres del liderazgo que es menester soportar con espíritu estoico para seguir sacrificando el bienestar personal en beneficio de los ciudadanos. Hombre, siempre hay corruptos en cualquier lado, oportunistas sacacuartos cuya deslealtad le duele como un desengaño, pero abundan mucho más en el otro bando. Por eso no puede permitir la alternancia, «un error histórico» que arrastraría al país al fracaso. En este punto cometió una ‘pequeña’ contradicción, porque se supone que su providencial gobernanza debería garantizarle el respaldo del electorado y por tanto no cabría la posibilidad de un remplazo; la clásica traición del subconsciente, delator espontáneo de pensamientos que conviene mantener a salvo en compartimentos mentales estancos. Se le vio el cartón sin que pudiera taparlo.

Y es que ni siquiera un tahúr con tanta experiencia puede eludir con sus trucos retóricos el peso de una realidad terca. Ha perdido la mayoría, en el supuesto de que alguna vez la tuviera, y no hay encuesta –las de Tezanos no cuentan– que no vaticine, casi certifique, el triunfo de la derecha. Ésa es la única razón de la resistencia, unida al miedo a un horizonte penal de perspectivas poco halagüeñas. La estructura de saqueo institucional ha quedado al descubierto, la justicia aprieta y el tiempo apremia; cada minuto en el poder se ha vuelto imprescindible para organizar la defensa, estorbar las investigaciones y borrar pruebas. Ya no estamos hablando de la pérdida de prebendas sino de escapar de un incendio cuyas llamas están cada día más cerca. Aguantar como sea en medio de un estrépito de vigas que se hunden y de maderamen que se quema. Evitar de cualquier manera que los votantes soberanos decidan lo que mejor les sienta.