Gabriel Albiac-El Debate
  • El más lamentable de los primeros ministros españoles –aquel «bobo solemne» del ingenioso Rajoy– ha obtenido, de sus suplencias paternas en Pekín y Caracas, la fortuna económica que ni padre, ni padre del padre soñaron

No sé si habrá un tonto bueno. Platón pensaba que no: sus razones tendría. De lo que estoy seguro es de que bajo todo cursi dormita un canalla. Siempre.

Cito conforme a la primera edición. Italiana. Serie Bianca de Feltrinelli, 2006. Manifiesto político-moral del «joven primer ministro español», José Luis Rodríguez Zapatero: «el amor por el bien, una ansia infinita de paz, la mejora de los humildes, una arquitectura ideológica que he incorporado en mi discurso de investidura cuando fui nombrado presidente del gobierno y afirmé que mi credo político se resume en estos tres principios». ¿Se puede ser más cursi? Sí, se puede. Basta con sacar a un cadáver querido de su tumba para hacerlo cargar con las propias necedades. No, que nadie se ría de sus niñerías. Son epítome de un testamento sagrado. No del padre, desde luego. En la figura del padre resuena siempre el recelo. Más aún, si el padre ha vivido en el confort de un alto funcionariado franquista. El cadáver del abuelo es siempre irreprochable para quien lo evoca. Su lejanía hace de él leyenda. «La figura de mi abuelo tuvo un peso decisivo en mis convicciones y mis empeños».

En el abuelo, pues, la «predestinación». Llegar a ser padre del padre es un modo elegante de depurar la amplia zona de sombra que la paternidad proyecta sobre el hijo: «como sombra que cubre un mapamundi», escribe Kafka. El mito del abuelo es cristalino, como el del padre es turbio. De Sófocles a Rilke. Salva el abuelo, pero pone orden en la salvación el padre. A quien corresponde codificar lo que el angélico destino ha dictado. Recita el nieto que obedece al padre: «No es que yo me sintiese predestinado, porque nada se planifica normalmente hasta ese punto, pero creo que mi padre presionó [spinse] para que uno de sus hijos se consagrase a la vida pública y, de algún modo, con su comportamiento, con su trayectoria, rehabilitase plenamente la figura de su padre». El hijo al que impone el padre reponer en el mando espiritual al padre del padre… Los loqueros harían su delicia de esta versión en cómic de la tormentosa genealogía que despliega Kafka: Padre, «yo soy el resultado de tu educación y de mi obediencia… Tú eras para mí la medida de todas las cosas… Y yo perdí el uso de la palabra». Pero este de ahora no es Kafka. Es la voz repetida de una muñeca rota que hace girar sin fin su intermitente grabación metálica: «amor por el bien… ansia infinita de paz… mejora de los humildes…» En eterno bucle. Hay películas de terror menos eficaces.

Cualquier psiquiatra se extasiaría, sí, ante esa confesión del hoy encargado de negocios de Nicolás Maduro y de Xi Jinping. Puede que, desde aquellas sublimes memorias del magistrado Schreber, sodomizado por los rayos del sol, sobre cuya lectura codifica Freud su teoría de las psicosis, ningún texto exhiba tan maravillosamente la humillada obediencia del hijo al cual el padre pone a cargo de sus propias frustraciones. «La figura de mi abuelo ha pesado, pues, mucho, sin duda alguna, en mi vida».

Sin duda. Ninguna. Y el padre –la figura del padre, para ser rigurosos– va desplazándose, de un ceniciento funcionario franquista a un narcodictador venezolano, a un glacial masacrador del pueblo chino… Desplazamientos de ese fantasma despótico que es el paterno, sugeriría el displicente Freud. Con más pasión, Franz Kafka: «Tú revestiste ante mis ojos ese carácter enigmático que tienen los tiranos, cuyo derecho se asienta, no sobre la reflexión, sin sobre su propia persona». A la sombra del tirano, Zapatero: hijo y nieto modelo. De padre en padre.

Verse atrapado en la condición de hijo del padre enamorado del abuelo, no es psiquiátricamente juzgado, muy saludable. El frenopático amenaza. A quien no logre armarse su coraza propia de supremacía ante aquel paternal déspota que le impuso el orden: orden de las palabras y, con él, orden del mundo. Cada cual ha de inventarse su camino. Y, nadie podrá negarlo: de padre del padre en padre, de autoridad funcionarial en Tirano Banderas, de Tirano Banderas en déspota asiático, el más lamentable de los primeros ministros españoles –aquel «bobo solemne» del ingenioso Rajoy– ha obtenido, de sus suplencias paternas en Pekín y Caracas, la fortuna económica que ni padre, ni padre del padre soñaron. Puede ser un lenitivo para el animalillo cuyos miedos perviven siempre en el hombre adulto. Si de eso le sirvió, mi enhorabuena. Ante el trance del presidio, puede serle un consuelo.

Yo no sé, de verdad, si existirá un tonto bueno. Sé que bajo todo cursi dormita un canalla.