Ignacio Camacho-ABC
- Carlos Cano era una pasión viva cuyo legado emocional aún brilla al cabo de un cuarto de siglo de memoria herida
Estás viéndote a ti mismo hace veinticinco años, cuando el coche dobla una curva y el perfil blanco de Sierra Nevada aparece ante tus ojos entre la bruma de la mañana. Y luego las colas en la capilla ardiente donde la gente se inclina ante el féretro cubierto con la bandera verde y blanca mientras afuera suenan villancicos tristes junto a los tilos amarillentos de la cercana plaza de Bib-Rambla. Has revivido ese momento en que el féretro avanza entre los cipreses de la Alhambra, cuya llama verde te enseñó el amigo desaparecido a apreciar como una luz vegetal que se enciende en el alma. El portazo letal con que se cierra de la puerta del crematorio, cuando tus ojos se alzan hacia una baranda alta donde distingues a lo lejos la silueta de una mujer solitaria que llora en silencio su luto de enamorada. El paseo de retorno con las cabezas bajas entre las tumbas románticas donde Ángel Ganivet reposa la eternidad que fue a buscar en las algas bálticas.
Tres años tardaste en volver a escuchar la voz de Carlos Cano sin que una punzada de dolor te atravesara la médula y te encogiera el ánimo. Un cuarto de siglo después aún se remueve algo en tu interior cuando María la portuguesa vuelve a derramar su llanto en las arenas que van desde Ayamonte hasta Faro, cuando la novia del embarcado –ay, Antonio Burgos– sigue esperando la goleta que sube Guadalquivir arriba mientras en un balcón del Arenal suena un piano. Cuando de Cádiz llegan de nuevo los ecos de una habanera que suena a tango, cuando en Granada preguntan los turistas por el rastro de los dulces que las monjas de Santa Rita elaboraron con leche frita y la gracia de sus manos. Cuando por las arboledas del Tamarit lorquiano corretean los niños cantando la casida de los ramos. Cuando la luna de abril brilla sobre los arriates del Generalife en la memoria del diciembre dramático en que se paró en seco el latido de un corazón derramado.
Ahora sí lo dejas sonar como un exorcismo de la ausencia, como un conjuro contra el implacable tiempo sin tiempo donde habitan los muertos. Y te preguntas dónde estaría hoy el artista del compromiso rebelde, de la solidaridad con los perdedores, de la empatía con el sufrimiento. Cómo de profundo sería su desprecio por el espectáculo de tanto cultureta posmoderno, cuánta intensidad alcanzaría su rabia contra los demagogos, los tramposos, los intrigantes, los oportunistas, los embusteros. Mejor no saberlo. Mejor quedarse con el legado pasional de los sentimientos, con la complicidad emocional de las coplas, las murgas o los boleros, con el himno de esperanza que dedicó a su tierra y a su pueblo hasta que renunció a cantarlo decepcionado por la profanación política de sus sueños. Mejor oírlo una vez más, mecerse en la cadencia de un guaguancó fundido en ritmos flamencos y dejarle a la muerte –qué desespero, amor, qué desespero–, el privilegio de velar su recuerdo.