Agustín Valladolid-Vozpópuli

  • Se nos escapa entre lamentos y montañas de escombros un nuevo año, este especialmente maltratado por el repunte de la mediocridad aplicada a la política

León Trotski escribió Mi vida en 1929, durante su exilio en Turquía. La obra arranca en su infancia y termina con su caída en desgracia tras oponerse a lo que entendía era una excesiva burocratización de la URSS. En uno de los últimos pasajes del libro Trotski escribe: “Que Stalin alcanzara su posición fue la suprema expresión de la mediocridad del aparato”. No es difícil identificar a personajes que a lo largo de la historia de la humanidad han intentado ocultar su medianía utilizando la pantalla opaca que proporciona el ejercicio retorcido del poder.

Sin duda es mucho más fácil esconder tus defectos si eres el déspota mayor de una dictadura que si te toca lidiar con las fastidiosas obligaciones de una democracia. Y, sin embargo, en la Europa del siglo XXI, la de las libertades plenas, hay quien lo consigue. Ya dio la receta Fígaro allá por 1785: «Mediocre y sabiendo arrastrarse uno llega a todas partes». La versión moderna de la sentencia que Beaumarchais pone en boca de su célebre personaje no diferiría mucho de aquella escrita a finales del XIX. Si acaso habría que buscar el modo de integrar en ella el término propaganda.

La insensata artimaña de la polarización

Pero la traigo a colación porque al echar la vista atrás y repasar con cierta perspectiva lo ocurrido en este año, fuera de aquí, pero en particular aquí, en España, lo que se constata es la existencia de una sintomatología que en la mayoría de países de nuestro entorno anticipa, y confirma, el desplome de la confianza depositada en las instituciones y el rápido aumento de la sensación de inseguridad en el inmediato futuro.

Son variados y desiguales los factores que alimentan la corriente de descreimiento y pesimismo que se detecta en amplios sectores de la sociedad, pero sin duda ha sido el estrechamiento de las bases de convivencia compartidas, provocado por irresponsables políticas de polarización, lo que en mayor grado ha contribuido en estos últimos años a un anómalo desprestigio, por inusual y acelerado, de los sistemas democráticos, y al rebrote de liderazgos abiertamente iliberales.

A pesar de que haya pillado a muchos por sorpresa, este no es un fenómeno de súbita cristalización. Se viene fraguando desde muy atrás, y está íntimamente ligado a la decadencia de una clase política cada vez más subalterna, también económicamente, del caudillo, raíz primaria del problema. Es en la mediocridad de la actual dirigencia -no solo política, pero sobre todo política-, donde se localiza el germen de un peligroso proceso de desconexión que busca soluciones más allá de la ortodoxia democrática.

Un proceso degenerativo sobre todo fomentado, al menos en España, por unos partidos políticos que han privilegiado la fidelidad y marginado la competencia, y en los que la adopción por algunos del sistema de primarias, lejos de profundizar en la democracia interna ha eliminado los viejos contrapesos y abierto de par en par las puertas a un peligroso cesarismo.

La responsabilidad de los medios

No son sin embargo los partidos los únicos responsables. También los medios hemos contribuido activamente a expulsar a los mejores de la actividad política. Situando la incompatibilidad de funciones como valor supremo, muy por encima de la transparencia; rechazando sistemáticamente, y con ridícula virulencia desde algunos sectores periodísticos, cualquier intento de equiparar las condiciones económicas de nuestros políticos a las vigentes en otras democracias.

Ha sido tan vehemente y tan sostenido en el tiempo nuestro esfuerzo por cerrar las puertas de lo público a los más brillantes que, entre unos y otros, y con el mayoritario apoyo de una sociedad convenientemente aleccionada, hemos hecho de la política un universo cuasi distópico en el que son tantos los mediocres que lo habitan que el porcentaje de posibilidades de que alguno de ellos se encarame al vértice del poder en cualquier perímetro, local, regional (véase Extremadura, sin ir más lejos) o nacional (a las pruebas me remito), viene siendo elevadísimo.

Podría echar la vista atrás y enumerar una docena larga de casos en los que tal eventualidad se ha consumado, pero citaré únicamente los dos o tres más evidentes y cercanos, por ser los que intervienen de lleno en nuestra cotidianidad y evidencian como ningún otro los perniciosos efectos de la fatídica aleación entre política y mediocridad. Ejemplos de personajes que se situaron en la casilla de salida no por méritos propios sino por descarte o casualidad, y acabaron manejando problemas complejos sin estar capacitados para ello.

Felipe González, la gran obsesión

“Todo empezó con Zapatero”, hemos oído decir a menudo. Es una afirmación en parte tramposa, pero no completamente. ZP no era el hombre adecuado para sacar del pozo al PSOE de Joaquín Almunia. Pero solo él dio un paso al frente y nadie se lo impidió. Después, con la impagable ayuda de José María Aznar, se le apareció la virgen; mejor dicho, se le apareció Allah. Cuestión de suerte.

Inseguro, maleable, sensible a la adulación, le engañaron más que engañó, fue utilizado por un sanedrín que funcionaba al margen de las estructuras del partido y, tras abandonar el gobierno con cara de cordero degollado, en los últimos tiempos ha conseguido dejar atrás la que fue su gran obsesión: matar al padre; ser más reconocido en el partido, en este partido irreconocible, que Felipe González, misión en la que este último ha colaborado con entusiasmo. Zapatero no vio venir la crisis de 2008. No porque no quisiera, sino porque con esa superficialidad de la que tantas veces hizo gala ni supo verla ni se preocupó de que otros la vieran y se la contaran.

Del segundo, Pedro Sánchez, se ha dicho de todo. Que si narcisista, que si psicópata, que si impostor. No sé. Creo que se le sobreestima hasta cuando se le adjudican supuestas patologías. Es todo mucho más sencillo. Su trayectoria es bien expresiva. Era un segundón y sus compañeros le trataban como tal. Fue elegido precisamente por eso, porque no era nadie, y porque fue él quien, frustrado el intento de convencer a Eduardo Madina, se prestó a cederle a Susana Díaz el rol de candidata a la Presidencia del Gobierno cuando llegara el momento. Compromiso que obviamente incumplió, inaugurando así la cadena de deslealtades y quebrantamientos de la palabra dada con la que nos ha restregado su soberbia (esta aptitud sí que está suficientemente contrastada) en estos siete largos años.

‘Suprema expresión de mediocridad’

Estos dos personajes son los dos máximos referentes, como tales reconocidos, del PSOE actual, y su paso por el poder explica muchas de las cosas que nos pasaron, nos pasan y nos seguirán pasando cuando hayan cedido a otros los mandos. En la actualidad, el primero aplica lo mejor de su inteligencia en comprometer a su partido, y a España, en tanto que expresidente, en asuntos de inquietante turbiedad. El segundo, experto en fracasos electorales, calamitoso derrochador del dinero ajeno y candoroso compadre de presuntos corruptibles, ha decidido someter al país a un inadmisible viacrucis, en lugar de haber hecho lo único que de verdad habría sido inteligente, y a lo que probablemente ya llega tarde: pactar una salida, si no honrosa, sí al menos mínimamente airosa.

Sobre la tercera persona en discordia (dije dos o tres) me voy a ahorrar los comentarios. Si acaso recordar la conocida anécdota en la que un amigo le pregunta a Juan Belmonte cómo era posible que uno de sus banderilleros hubiera sido nombrado gobernador civil de Huelva. “Pues cómo va a ser -respondió el maestro-, degenerando”. Ella era poca cosa cuando otra medianía con ínfulas la impuso como luminoso faro de la izquierda. Desde hace unos días, ya no es nada. Bueno sí, es quizá el ejemplo más sobresaliente de “la suprema expresión de la mediocridad” que nos gobierna. Y de que es poco lo que nos pasa.

Feliz Navidad.