- No es imposible que esta carta la lea alguna feminista woke; por eso me tomo molestia de recordar que la falsedad se refiere a la inmensa mayoría, y que aquí no escribimos para párvulos
Señora: Me dirijo a usted con la leve inquietud de no saber si existe. Pongamos que sí, que con su anonimato quiere alejar a los medios ahora que ha decidido, tras cuarenta y tres años de doloroso secreto, triturar la imagen de un muerto: el presidente de Gobierno más popular (con el tiempo) de nuestra democracia. El que la trajo. No vea contradicción, sino más bien una de esas paradojas comunes en el tejido de la realidad, si debo reputar que usted existe para poder exponer las razones que avalarían su no existencia. Y hacerlo en segunda persona del singular, algo moralmente imprescindible. O sea, necesito que exista para que considere el peso de cuanto avala su inexistencia.
No niego a la mujer de carne y hueso que formula la grave acusación contra el prohombre. Sostengo la alta improbabilidad de que sus recuerdos responden a la verdad… precisamente ahora. En concreto, el pasado día 9, fecha de su denuncia. No pierda de vista el «precisamente ahora». Lo retomaré después de hablarle de Elisabeth Loftus.
Loftus, psicóloga estadounidense, demostró cuán fácil resulta inducir recuerdos. Los más espantosos pueden ser artificiales, sin necesidad de que los inductores sean conscientes de los estragos. Basta con que sus sesgos contaminen las preguntas, indicaciones, comentarios.
Gracias a Elisabeth Loftus se supo que la avalancha de denuncias por incesto (siempre hijas que recordaban de repente haber sufrido abusos, cuando niñas, por parte del padre) distaba mucho de responder a la verdad. No es imposible que esta carta la lea alguna feminista woke; por eso me tomo molestia de recordar que la falsedad se refiere a la inmensa mayoría, y que aquí no escribimos para párvulos. Refiero un conocido efecto de las terapias de «recuerdos recuperados», y es indiscutible. Tanto como una moda que todos recordamos: la avalancha de falsos recuerdos propició la aparición, en multitud de películas y libros, de personajes femeninos atormentados que, indefectiblemente, habían sido víctimas de un padre cerdo. Los trabajos de Loftus desanimaron un recurso trillado que aseguraba horror y empatía suficientes para interesar al público.
Su caso, señora, bien puede deberse a recuerdos inducidos por interlocutores, profesionales o no, a los que usted ha explicado (es lógico) las circunstancias en que conoció personalmente… a un padre de todos. El padre de la democracia española de 1978. Si ese padre fue capaz de agredirla, tal agresión se extiende simbólicamente a todos los españoles. Así, la Transición sería una violación que sufrimos, víctimas de quien debía protegernos en circunstancias de gran peligro e incertidumbre. ¿Verdad, tramposos? Porque esto surge «precisamente ahora», este mes, cuando el prestigio (?) que pudiera quedarle a la izquierda gobernante se está yendo por el desagüe al conocerse que muchos de sus hombres son acosadores sexuales y casi todas sus mujeres son encubridoras de aquellos. Precisamente ahora creo que usted puede que exista como denunciante, pero que usted no existe como trasmisora de ninguna verdad sobre Adolfo Suárez. Independientemente de cómo recuerde, a los sesenta años, sus diecisiete.