Ignacio Camacho-ABC

  • El legado de la Transición tendrá muchos defectos pero sigue siendo más constructivo que esta deriva de enfrentamiento

Para superar la Transición, y el marco constitucional que con todos sus defectos permitió la reconciliación de los españoles en torno a un Estado de Derecho, hace falta inventar algo mejor que el clima de enfrentamiento propiciado por esta ‘nueva’ política de salvapatrias de cartón, separatistas irredentos y aventureros disfrazados de paladines del progreso. Ninguno de ellos ha hecho hasta ahora nada constructivo al respecto. Han desarticulado las instituciones, desnaturalizado el Parlamento, convertido a los adversarios en enemigos y destruido el consenso. No es mal balance para volver a ese amargo tiempo por el que «ya hemos pasado», como dijo la otra noche Felipe VI. Pero se parece poco a una historia de éxito.

El Rey apareció en la Nochebuena de pie en el salón donde se firmó el ingreso de España en la Unión Europea. Mensaje explícito: aquel anhelo de integración sigue siendo el punto de referencia de la España moderna. Luego hubo más, toda una requisitoria sobre la necesidad de huir de «extremismos, radicalismos y populismos» –el que pueda entender los sobrentendidos, que entienda– para recuperar la convivencia amenazada por «el hastío, la desafección y la desconfianza» en el sistema. Es decir, una llamada al respeto a las reglas preteridas en esta etapa de muros y barreras, de dogmatismos cerrados, desprecio a las ideas ajenas e ignorancia voluntaria de los verdaderos problemas como la desigualdad o el coste de la vida y la vivienda.

Quizá se echó de menos un mayor énfasis en la corrupción, reducida a una mención al deber de ejemplaridad pública para facilitar el refrendo gubernativo a un discurso de alto contenido político. Pero el monarca no es un comentarista de actualidad; su misión es la de (intentar) marcar el rumbo moral de un país dotado de soberanía democrática para decidir por sí mismo. Su alocución no se dirige sólo a los dirigentes sino a los ciudadanos que los elegimos y que también tenemos la responsabilidad de abrir espacio a la concordia sin dejarnos ensordecer por el ruido que impide el diálogo colectivo. Una Corona de meros poderes simbólicos poco puede hacer más que advertir del peligro. Y nadie podrá decir que no lo hizo.

Otra cosa es que le hagamos caso. La polarización se ha instalado hasta en los círculos familiares, donde la conversación en la cena de Navidad rehúye a menudo las cuestiones políticas para evitar discusiones desagradables. El pluralismo se ha vuelto conflictivo incluso en las relaciones afectivas o parentales; ése es el paso que transforma la legítima pugna partidista en una confrontación a pie de calle y compartimenta la población en sectarios grupos de afinidades. En ese sentido, la vigencia del legado de la Transición no es una reliquia de ‘boomers’ incapaces de entender los cambios generacionales; es el modo más viable de eludir la ruta de colisión civil que no lleva a ninguna parte.