Antonio Rivera-El Correo
El término remite a la vez al libre de culpa y al cándido e ignorante. Inocentes eran los niños que, según el evangelista Mateo, persiguió Herodes, ajenos por completo a cualquier responsabilidad, e inocentes somos los responsables por pasiva de que las cosas no vayan como deben. En la inocentada hay una parte de colaboración de quien se deja llevar por un argumento a todas luces imposible, por más que comience con un ápice de certenidad, palabra en desuso que usaba mi abuela.
Vivimos tiempos de inocencia culpable. El mal y los malos son de una sinceridad insoportable. Hace un siglo, un criminal superlativo describió con todo lujo de detalles sus intenciones si llegaba al poder, si su lucha resultaba exitosa. Era tan palmario que no era creíble. En la actualidad se repite la fórmula y líderes políticos, económicos o de opinión no ocultan su disparatado objeto y son coherentes y consecuentes con sus alocadas promesas. La Modernidad siempre se apoyó en un punto de descreimiento y por eso cuando la verdad del mal se muestra sin ninguna inhibición nos cuesta creer que sea posible. De manera que la causa de los males ya no reside en la ignorancia, porque sabemos todo lo necesario para tener un juicio adecuado sobre sus amenazas.
Entonces, el inocente no es tal. Si estando avisado, por pasiva deja que el mal prospere, participa de él. No es ya ni libre de culpa, ni cándido, ni ignorante. Es un ciudadano corresponsable de lo que está pasando y de lo que puede pasar, cada uno en el nivel de su capacidad para evitarlo. Lo abrumador de la forma y el fondo de la intimidación no le exime de su obligación de hacer algo. Hace un siglo pasó esto mismo y el escenario de aquel desastre se nos aparece compuesto de víctimas, de silentes indiferentes y de entusiastas; los resistentes están casi por completo ausentes, al menos en el territorio en que se incubó aquel huevo de la serpiente.
Tampoco reclamamos héroes para la ocasión, pero sí reacciones para no terminar como inocentes culpables. En los últimos tiempos han abundado los mandamientos sencillos en ese sentido. Por ejemplo, en su ‘Sobre la tiranía’, Timothy Snyder nos propuso dos decálogos, veinte lecciones o actitudes. Los enunciados son tan sencillos como la sinceridad que exhiben los malvados. No obedecer por anticipado, defender las instituciones, asumir tu responsabilidad con el mundo que te ha tocado vivir, ser exigente con la ética de tu profesión, desmarcarte de la multitud si es preciso, creer en la verdad, informarte bien para tener el mejor juicio sobre las cosas, contribuir a las buenas causas, desconfiar de la razón armada y/o única, tener una vida privada que te proporcione seguridad a todos los efectos, utilizar el lenguaje con responsabilidad (y combatir su perversión), contener la calma y no contribuir a la confusión, aprender de los otros, mirar a los ojos y hablar de cosas cotidianas, ser patriota (que no nacionalista) y todo lo valiente que puedas ser.
Son algunas de las intenciones que podríamos alimentar para el año que entra. Evitar ser inocentes cándidos o falsamente ignorantes en un momento de la historia que nos reclama ser contemporáneos.