Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli

  • Una cosa es la prudencia y otra la pasividad, no hay que confundir la neutralidad con la indiferencia

En circunstancias normales, cuando la vida pública transcurre por cauces serenos y previsibles, el discurso navideño del Rey es esperado y escuchado con la tranquilidad propia de un contexto ordenado en el que el ánimo colectivo palpita pausado y sosegado. Las palabras del Jefe del Estado al cierre del año suenan como un villancico impregnado de altura histórica o un balance ordinario de un ejercicio sin mayores sobresaltos. Así eran recibidas, por ejemplo, las alocuciones del hoy Emérito residente en Emiratos en los años ochenta y noventa del pasado siglo. Por desgracia, en los trágicos momentos actuales, el mensaje que en la Nochebuena nos llega desde el Palacio de Oriente, es seguido por millones de espectadores pegados a las pantallas de sus televisores con la tensión asociada a la angustia de un período anómalo de nuestro devenir institucional y de nuestra consistencia como Nación. La gente escruta cada frase, cada gesto, cada encuadre, cada punto y cada coma buscando alivio para su ansiedad, propuestas de solución a sus acuciantes problemas y guía para su confusión e incertidumbre.

El artículo 56.1 de nuestra vigente y ya muy zarandeada Constitución atribuye al Rey el arbitraje y moderación del funcionamiento regular de las instituciones. Esta fórmula carece de precisión y deja un amplio espacio a la interpretación. ¿Qué significa realmente arbitrar y moderar? ¿Cómo se pueden y deben ejercer tales competencias? ¿De qué mecanismos formales e informales dispone el monarca para influir en la marcha del Estado sin que su actuación rebase los límites de su papel? ¿Cuándo y en qué circunstancias las instituciones operan regularmente? ¿E irregularmente? La Ley de leyes no aclara estos cruciales interrogantes. Además, este nebuloso precepto de la Norma Fundamental nunca ha sido desarrollado o precisado mediante legislación al efecto.

Suelen citarse dos ejemplos para ilustrar la posible aplicación de los mencionados arbitraje y moderación, la decidida intervención de S.M. Juan Carlos I con motivo del intento de golpe militar del 23 de febrero de 1981y el valiente y firme pronunciamiento de S.M. Felipe VI la noche del 3 de octubre de 2017 saliendo al paso del anuncio de secesión unilateral de Cataluña hecho por el entonces presidente de la Generalitat y ahora prófugo de la justicia Carles Puigdemont. En ambas ocasiones, la contribución de la primera autoridad nacional fue determinante para abortar los propósitos subversivos de los rebeldes. Es obvio que estas actuaciones del Trono fueron una aplicación del artículo 56.1 en su máxima expresión y que sus efectos se revelaron suficientes.

Voluntad de jibarización

Ahora bien, lo que se viene produciendo en España durante los últimos siete años es un fenómeno de otra naturaleza. No se trata de una agresión violenta y súbita contra el orden constitucional, concretada en un único acto identificable sin posible duda, sino de un proceso insidioso, disimulado y continuo de marginación, desplantes, faltas de respeto y minimización del prestigio y presencia de la Corona en el transcurso cotidiano de los acontecimientos públicos y protocolarios. Viajes del Rey al extranjero sin el debido acompañamiento ministerial, recibimientos en celebraciones patrióticas con el presidente del Gobierno con las manos en los bolsillos, conatos de vulneración de la precedencia en el paso, frecuencia de despachos periódicos de Pedro Sánchez no presenciales, ausencias inexplicables de S,M. en ceremonias solemnes de carácter internacional por deliberada negligencia del Ejecutivo, son muestras de una permanente voluntad de jibarización de la institución regia y de progresiva transformación del inquilino de La Moncloa en un Jefe de Estado bis.

A semejante e inaceptable hábito de desconsideración hacia la figura del Rey se han unido desde la tramposa moción de censura de junio de 2018, una serie de tropelías contra el sistema del 78 y el Estado de Derecho que han sacudido los fundamentos del legado de la Transición, a destacar las leyes de Memoria, el indulto y posterior amnistía a los golpistas catalanes, la utilización del Tribunal Constitucional como instancia de casación por encima del Supremo, el abuso de los decretos ley, la paralización de proposiciones de ley del Senado por parte de una presidencia del Congreso de una escandalosa parcialidad, el apoyo impúdico a un fiscal general del Estado condenado en firme por la comisión de un grave delito, tres ejercicios seguidos sin Presupuestos, la inconstitucionalidad de medidas de confinamiento durante la pandemia, la declarada intención de transferir a requerimiento de los separatistas competencias intransferibles como la caja única de la Seguridad Social, la vigilancia de fronteras o las políticas de inmigración, el proyecto aún no consumado de hurtar a los jueces la instrucción de los procedimiento penales en favor de fiscales controlados por el Gobierno o la porfía por implementar un método de financiación autonómica en favor de Cataluña que liquidaría los sagrados principios constitucionales de igualdad entre ciudadanos sea cual sea el la Comunidad en la que residan y de solidaridad interterritorial.

Ante tal cúmulo de operaciones de demolición de nuestro orden constitucional y de nuestra arquitectura institucional, no son pocos los españoles a los que una homilía solemne del Rey llamando a la convivencia, al diálogo y al trabajo en común les sepa a poco y echen de menos afirmaciones y compromisos más nítidos, así como iniciativas más efectivas en defensa de la unidad de la Nación y del imperio de la ley, siempre, naturalmente, dentro del perímetro constitucional. El Rey no gobierna ni legisla ni dicta sentencias, pero es dueño de sus gestos y de sus palabras. Una cosa es la prudencia y otra la pasividad, no hay que confundir la neutralidad con la indiferencia. Por supuesto que una mayor implicación de S.M. en el plano verbal y gestual en la defensa de elementos esenciales de nuestra democracia al amparo del artículo 56.1 de la Constitución no está exenta de riesgo, pero conviene recordar que su augusto bisabuelo eligió mansamente el exilio para evitar el derramamiento de sangre y las consecuencias fueron una cruenta Guerra Civil y cuatro décadas de dictadura. La Historia, maestra de la vida.