Ignacio Camacho-ABC
- Bardot fue la pionera de una revolución erótica. Un mito de aura indómita con la libertad salvaje de una diosa
Si Lauren Bacall era una mirada, Brigitte Bardot era una boca, una boca carnal donde los hombres de la posguerra se perdían como en una gruta de deseos. Bueno, y una cintura, claro, la que mecía sobre la mesa en ‘Y Dios creó a la mujer’ desencadenando un seísmo de pasión y celos. Creó un icono de sensualidad con apariencia inocente, de frescura voluptuosa, y lo manejó con la libertad salvaje de una diosa que Francia adoró rendida ante la majestad de una pionera de la revolución erótica. Se convirtió en un símbolo nacional, como una torre Eiffel con curvas, un fenómeno social, un mito que ella misma enterró con su prematuro retiro, su reconversión al animalismo y sus arrebatados pronunciamientos políticos.
Su filmografía es casi toda deplorable, como mínimo anodina, aunque eso no tenía ninguna importancia. A diferencia de otras estrellas –Sofía, Claudia, Ava– careció de un director que supiera encauzar su potencia cinematográfica. Estropeó obras de Godard (eso tampoco era demasiado difícil), de Malle o de Autant-Lara, y sólo Clouzot logró que pareciese una actriz de verdad, cargada de matices y de intensidad dramática. Vadim, el pigmalión que la proyectó a la fama, era un realizador mediocre con más prestigio de seductor que de cineasta. Pero la gente no iba a admirar su talento sino a soñar con la `femme fatale´ que encarnaba con una mezcla de ingenuidad y provocación ante la que hasta Simone de Beauvoir acabó subyugada.
Apenas estuvo activa un par de décadas. Después de medio centenar de películas y una veintena de discos –entre ellos la primera versión de aquel ‘Je t’aime’ de los jadeos con Gainsbourg– se retiró a los cuarenta, quizá por miedo al declive de la belleza que dejó estampada en ‘Playboy’ para conmemorar esa fecha. Con ese tiempo le sobró para forjar una formidable leyenda que varias generaciones masculinas agrandaron, con una suerte de nostalgia venérea, como el emblema femenino de una época. Coleccionó amantes, maridos, intentos de suicidio, perros, gatos, caballos, ovejas. Y polémicas: desde que dejó el cine no hubo charco que no pisara ni guerra cultural en que no se metiera, consciente del impacto público de su aura magnética.
Porque era eso lo que tenía, un halo exclusivo, un poder de sugestión fascinante que supo conservar sin necesidad de retocar sus rasgos con artificios de cirujano. Encastillada en su dignidad rebelde, dejó que la edad arrugara su piel sin resistirse a la decadencia y al estrago de los años y la mostró al mundo con el orgullo intacto. Hace unos meses dejó un documental autobiográfico a modo de legado testamentario; su rostro abotargado aún conservaba el arco impecable, perfecto, de aquellos labios del escándalo. Siempre se supo especial, única, una criatura libre, indómita, dotada de un hechizo mágico. El logotipo humano de una época sacudida por el vértigo de los cambios.