Ignacio Camacho-ABC
- Ábalos, Koldo y Cerdán componen el mejor cuadro representativo de la naturaleza intrínsecamente corrupta del sanchismo
El título de personaje de 2024 bien podría recaer en Leire Díez, la pocera mayor (un respeto a los fontaneros) de las cañerías del sanchismo. Méritos reúne de sobra: no ha habido trabajo sucio en que no haya colaborado ni corrupto socialista en cuyo auxilio no haya acudido. Pero la tríada Ábalos-Cerdán-Koldo, en el orden que se prefiera, compone el mejor cuadro representativo de un método político creado bajo el designio de asaltar el poder en un golpe de mano y repartirse los beneficios. La banda del Peugeot –quizá Rivera nunca fuese del todo consciente de su visionario acierto nominativo– no era más que un racimo de perdedores estimulados por el revanchismo y con la suficiente dosis de audacia y de instinto para aprovechar la crisis abierta por su jefe en el partido. Unos con el objetivo de desclasarse por la vía más rápida y hacerse ricos; el otro con la ambición de encontrar una plataforma a la altura de su desmedido narcisismo.
De todos ellos, a uno le cae mejor Koldo por ser el más relativamente honesto, o al menos lo bastante clarividente para tener conciencia del riesgo que estaban corriendo y grabarlo todo en prevención del momento en que tuviera que dar cuenta de los hechos. Quizá porque su lealtad no llegaba al extremo de hacerse el sueco ante el flagrante carácter delictivo de ciertos manejos, o porque sabía que los subalternos siempre van por delante cuando el asunto se pone feo. Ábalos perdió pie muy pronto; se sintió impune en la proximidad y la confianza del líder supremo y luego su debilidad por el sexo mercenario hizo el resto. Cerdán, ‘Supersantos’, parece el más sinuoso de los tres –el cuarto es caso aparte–, el mejor simulador, el cerebro camuflado en su impostura de fariseo. Si la UCO está en lo cierto, su actividad ilícita empezó antes de que Pedro llegara al Gobierno y ni siquiera necesitó aterrizar en un Ministerio para organizar la trama de saqueo.
Cualquiera de ellos podría acabar con Sánchez si quisiera. Una grabación, un papel, un mensaje de WhatsApp, un testimonio oral sobre alguna operación secreta. Improbable: los fieles de una secta rara vez se rebelan. En el contrato no escrito de sus servicios figura una cláusula obligatoria de silencio y lealtad hermética, su propio código interno de nobleza. Incluso en la soledad gélida de la celda aún confían en la mano invisible que les eche un cable desde fuera. Ése es el sentido de los amagos de delación esbozados en la prensa, mensajes cifrados sobre el eventual poder destructor de sus confidencias. Para que quien pueda entenderlos se mueva. Aldama ha hablado, y sólo a medias, porque no está vinculado a esa ley de hierro que rige por encima incluso de una eventual condena. Y al fin y al cabo, por qué habrían de sentirse empujados a depurar responsabilidades por su cuenta si la sociedad a la que han estafado no demuestra la suficiente exigencia ética.