Lourdes Pérez, EL CORREO, 12/9/11
La pretensión del lehendakari de empezar a componer el relato de lo que ha supuesto la violencia de ETA está trufada de dificultades
Hay un hermoso bolero que narra el desgarro del desamor desde la pérdida de los recuerdos, desde la desmemoria. ‘Se me olvidó que te olvidé’ canta su estribillo, que nunca podrá ser aplicado a los sentimientos de repulsa que ha suscitado la violencia de ETA en la gran mayoría de los vascos, pero quizá sí al modo en que va perfilándose el final definitivo del terror. Doce meses después de que la cúpula etarra decretara una tregua que puede terminar finiquitando la sangrienta trayectoria de la organización, la ciudadanía ha asistido a la efeméride con una indiferencia que condena a la omnipresente ETA a la trastienda de las pesadillas. A la manera de los mercados financieros, los partidos y la sociedad civil ya han descontado de sus previsiones inmediatas y de futuro la desaparición de la violencia. También la izquierda abertzale, a la que, como en el bolero, se le pasó el amor por obligación, necesidad o convicción y ahora bucea en la desmemoria. En la propia y en la de una ciudadanía que, olvidando a ETA como una cotidiana y lacerante inquietud, se asoma por la tentación de la inercia a otro olvido más profundo: el de su existencia como una sociedad que ha albergado durante años el germen del mal contra sí misma.
Más temerosos de dar un paso en falso que de dejar que la izquierda abertzale recorra, en solitario, el camino de desenganche del terror, el lehendakari y el escaldado Gobierno del PSOE han optado por situarse ante las expectativas de paz más en el terreno del discurso que en el de la acción. Es la consecuencia lógica de una paradoja: bajo la insistencia en que no conviene cometer errores por apresurarse en buscar la paz que exige, necesariamente, que ETA se decida a dejarlo, late la convicción generalizada de que, ‘de facto’, el terror ha acabado para siempre por agotamiento. Cuando la izquierda abertzale y Bildu en su conjunto reclaman al Estado que abandone su «inmovilismo», soslayan la evidencia de que nadie a su alrededor parece tener prisa alguna por mover ficha.
Aunque, en realidad, tampoco la antigua Batasuna parece sentir ya la presión del paso del tiempo. Porque ha regresado a la vida política más o menos normalizada -y nada menos que gobernando Gipuzkoa- y porque confía en que ETA ya no repetirá la T4. Pero también porque sus más genuinos representantes están condicionados por su propio inmovilismo, más difícil de superar: el del reconocimiento del sufrimiento de las víctimas, pero sobre todo de su contribución, colectiva y personal, a todo ese dolor. Un dolor que podrá ser asimilado por las futuras generaciones -‘Se me olvidó que te olvidé’-, pero que resulta irreparable.
La izquierda abertzale no ha apostatado de sus motivos para haber amparado la continuidad del terrorismo en democracia, aunque ahora lo considere superado y contraproducente y esta conclusión baste para pasar página a aquella parte de la sociedad vasca que no ha sentido en la nuca el aliento del miedo. O que solo lo ha sentido difusamente, amparada en aquello de que ‘ETA nos amenaza a todos’, cuando sus víctimas nunca fueron tan inconcretas: todas tenían nombre y apellidos y cargaban con un ‘pecado original’ que servía para excusar su asesinato. Por eso, porque rechazar ahora la violencia no significa, por el momento, renunciar al relato histórico de esa violencia, caen en saco roto las apelaciones a la antigua Batasuna para que se comprometa en el resarcimiento del daño causado.
Pero, por eso mismo también, resulta llamativo que los partidos presionen a la izquierda abertzale para que se acerque a las víctimas abandonando, en cierto modo, la exigencia primigenia para que ese mundo exija a ETA su final definitivo. Porque esto último sí está en su mano y sí significaría un gesto postrero de rebeldía. Porque mientras ETA siga existiendo aunque no vaya a atentar más y la izquierda abertzale tradicional no acelere su final pidiéndole que se disuelva, los gestos de aproximación a las víctimas seguirán pareciendo forzados, poco compasivos y faltos de sinceridad. Se dirá que no es poca cosa, viniendo de donde venimos; y que no es cuestión de pedir peras al olmo. Cierto. Aunque cabe objetar que la mayoría de la sociedad vasca no tiene que reconciliarse con nadie, porque la violencia de ETA ha sido selectiva. Y quizá sus víctimas no tengan ganas ni de acercamientos en los que no creen porque la izquierda abertzale no ha exigido a la organización que se vaya, ni de reconciliaciones impostadas.
El lehendakari pretende centrar su mensaje sobre pacificación en el pleno de política general del día 29 justamente en el relato: es decir, en la necesidad de recomponer, para que no se olvide, el puzzle del horror de la violencia de ETA y de otras violencias asociadas. Se trata de un objetivo trufado de dificultades, y no solo porque resulte complicado escribir una historia cuyo final -los términos del final- aún se desconocen. Es dudoso, para empezar, que las fuerzas democráticas compartan el sentido de ese relato y el consenso que precisa; reservas que Markel Olano ha resumido en la necesidad de superar «el relato de vencedores y vencidos». Como también es dudoso que Patxi López pueda estar en condiciones de liderar un acuerdo de semejante envergadura si el 20-N se consolida la doble ola que se impuso en las municipales: la del triunfo del PP, lo que inevitablemente reequilibrará aún más las fuerzas en el sostenimiento del ‘gobierno del cambio’; y la del empuje de Bildu, con la izquierda abertzale aferrada a sus escaños para poder olvidar.
Lourdes Pérez, EL CORREO, 12/9/11