Aurelio Arteta, fronterad.com, 11/9/11
Uno de los máximos riesgos que hace ya tiempo acechan a la conciencia democrática es su juridización o, lo que viene a ser lo mismo, su des-moralización. Poco habrá que esperar para oír, en medio de la charla, esa expresión tan socorrida de que es plenamente legítimo decir o hacer esto o aquello. O aquella otra según la cual uno está en su perfecto derecho para pensar o actuar como le venga en gana, mientras no sea en detrimento de los derechos de los demás. ¿Estamos seguros del acierto de tan descaradas muletillas ?
1. La primera de ellas no distingue entre “legalidad”, que es el rasgo de que algo (una conducta, un proyecto) sea conforme a la ley; “legitimación”, o la propiedad de que ese algo reciba un respaldo popular; y “legitimidad”, en fin, o que se ajuste a principios morales universalizables. Ocurre, sin embargo, que muchos (ya sean juristas o tantos que se dejan contagiar por su léxico) llaman legítimo sin más a lo que es legal y amparado por el derecho, de manera que mientras un comportamiento no esté terminantemente prohibido, está permitido e incluso recomendado. La pregunta por su justicia está de más, el “se puede” agota el “se debe” y carece de sentido interrogarse por el mayor o menor valor de aquel comportamiento o medida. Hasta los chicos, cuando se refieren a alguien digno de la confianza del grupo, le llaman un tío legal, en lugar de dedicarle un calificativo moral más acorde.
Son muchos también los que equiparan lo legitimado a lo legítimo, sencillamente porque lo avala la moda, la cultura de masas o los votos. Y entonces basta que algo sea adoptado o creído por muchos en una sociedad para darlo por bueno; ahora desde el “se hace” o el “se dice” se salta sin más al “se debe”. Pero el caso es que una práctica puede muy bien ser legal y estar legitimada por la tradición o la vox populi, y no ser legítima en modo alguno. Frente a estos dos modos de pereza intelectual o de entrega incondicional a lo que está mandado (lo mande la ley o el gran número), y por encima de ellos, la cuestión de la legitimidad nos insta a pedir sin descanso las razones que justifican aquella práctica, más allá del Derecho o de la Sociología, a requerir o exponer los fundamentos de su moralidad.
De modo que aquel voceado estar en su perfecto derecho de decir o hacer, como reza el segundo tópico desafiante, no suele ir más allá de su sentido jurídico: o sea, nada ni nadie me lo pueden impedir de acuerdo con la norma positiva, el código me concede permiso para ello. Una vez más, queda relegada la reflexión sobre lo razonable o lo absurdo, lo conveniente o lo perjudicial, lo justo o lo injusto de eso que, simplemente, es legal. Tal es la maniobra más acostumbrada para atajar de raíz cualquier debate o rehuir toda crítica. Se plantea en la tertulia de amigos, por ejemplo, el valor de una conducta personal o colectiva, los factores que la fomentan o los efectos que de ella pueden derivarse. Indefectiblemente la respuesta será que el sujeto en cuestión tiene derecho a ello, ¿no es así?, y sanseacabó el debate.
A falta de suficientes razones, desenfundamos el código penal. Vivimos como si el Derecho agotara el sentido de cuanto socialmente acontece y los humanos fuéramos tan sólo seres jurídicos sin otra aspiración que atenernos al Boletín Oficial del Estado. De ahí que toda invitación a revisar en público ciertas ideas consagradas suene como insidiosa llamada a perseguirlas o, en voz más rotunda, a “criminalizarlas”. Atrincherados en los poderes constitucionales de decir o hacer, andamos con la suspicacia cargada frente a quien se permita indagar en nuestros dichos y hechos. Así que no juzgamos del valor o de la valía y lo valioso de una conducta u opinión, sino del simple valer o de la validez y lo válido de esa conducta u opinión; o sea, de su permiso para hacerlo o expresarlo. Nos escapamos de pensar en la cosa misma, nos negamos a juzgar de la verdad o del valor de las acciones u opiniones humanas, porque nos obliga a discriminar (¡verbo nefando!) y nos expone así a la reacción del prójimo.
2. Cuando alguien se limita a alardear de su presunto derecho a decir o hacer algo, sin prestarse a dar explicaciones acerca de lo dicho o hecho (o por decir y hacer), no sólo se evade de la molesta exigencia de justificar ese algo, sino que a menudo se encamina ya hacia una respuesta equivocada. Algo vendría entonces a ser democrático simplemente por gozar del derecho -por ejemplo- a ser expresado; el carácter democrático de ese derecho se infunde por las buenas a ese algo. Las más necias barbaridades políticas podrían ser a la vez antidemocráticas (si niegan los principios esenciales de una convivencia de seres libres e iguales) y democráticas (por tener derecho a su presencia pública). No hay en ello misterio ni paradoja, sino una simple falacia lógica. En realidad, el derecho a su expresión deja a lo que expresa igual de acertado o equivocado, defendible o indefendible, democrático o autoritario.
En ese clima todo invita al menosprecio de la razón pública. Quien opina –también en público y sobre lo público- suele conformarse con un liviano comentar, que poco compromete. Nadie espera que se tome en serio su palabra, puesto que sólo la pronuncia como muestra de su libertad de expresión. Quien discrepa no tiene que dar razón de su discrepancia, porque se satisface en exhibir su derecho a discrepar. Quien exige algo lo exige como derecho incuestionable, aunque no se moleste en aportar argumentos de peso para sostenerlo. Así que cada cual tiene derecho a decir o hacer, faltaría más, pero en modo alguno el deber de informarse y educar su criterio con vistas a lo que va a decir o hacer. Es otro de nuestros muchos derechos a no tener deberes.
Reducida la palabra pública al mero derecho de cada cual a pronunciarla, pero sin cuidado alguno de su valor de verdad, no hay por qué esforzarse en pertrecharla de razones frente al adversario o que la vuelvan más persuasiva ante las gentes. Como el contrincante tiene vedado de antemano pedirnos razones de nuestras tesis, no sea que se le ocurra recortarnos el derecho a exponerlas, nadie debe preocuparse de fundar con cuidado sus preferencias políticas. Con ello se desacredita al mismo tiempo todo empeño en propiciar la deliberación acerca de las grandes cuestiones públicas. En esta raquítica democracia lo que importa es votar, no justificar lo que se vota. Al final, de hacer caso al vocabulario de nuestros políticos casi todo se resuelve hoy en un voluntarioso apostar, como si la opción adoptada no se basara en argumentos razonables o en unos valores objetivamente preferibles a otros; como si, al contrario, fuera una opción puramente azarosa o sin más apoyo que la intuición o el capricho de quien la adopta. ¿Quién ha dicho que somos ciudadanos?
Aurelio Arteta, fronterad.com, 11/9/11