Ignacio Camacho, ABC, 11/5/12
Algunos plazos de la deuda pública acumulada podrían medirse en años-luz, una dimensión cuántica, casi metafísica
DESPUÉS de repasar las cuentas del Estado y sus distintas administraciones, el ministro de Hacienda bien podría declamar una paráfrasis churchilliana: jamás tan pocos debieron tanto a tantos. En los tiempos de las alegres burbujas del bienestar y de lo que el sociólogo Vicente Verdú llama el hiperconsumismo presentista, todos pensábamos que el crédito era eterno porque los bancos lo concedían a cincuenta años, que es el horizonte de la eternidad según cualquier contemporáneo hedonista. Pero lo único que nos trasciende es la deuda, capaz de sobrevivir a las generaciones, a los gobiernos, a los sistemas y hasta a los bancos, que parecían lo más perdurable del capitalismo antes de desmoronarse en cadena. Cuando pasen los años, las décadas y tal vez los siglos; cuando los bienes adquiridos o disfrutados caduquen y su recuerdo ya no sea más que cernudiana memoria de piedras sepultadas entre ortigas, la factura pendiente seguirá rebotando en la estirpe de nuestros herederos como una maldición del Deuteronomio.
El castillo alcarreño de Pioz, por ejemplo, lleva en pie desde el siglo XV pero es dudoso que permanezca en el año 9070, que es cuando el Gobierno calcula que pueda saldarse la deuda municipal contraída por este pueblo de tres mil habitantes. El calendario maya no preveía entre sus catástrofes la de siete milenios de condena financiera, cadena ultraperpetua para expiar los pecados de la disipación y el derroche cometidos por algún alcalde manirroto. El siglo C no forma parte de una epistemología razonable; pertenece al ámbito del cálculo cuántico, una dimensión casi metafísica al final de la cual aparecerá en lo que quede de la provincia de Guadalajara la partícula elemental, el último bosón de un contable de la Agencia Tributaria. La eternidad, escribió Schiller, devuelve los minutos que rechazamos, pero también las letras que protestamos y además se cobra intereses de mora.
De Pioz para abajo, el mapa de la deuda local y autonómica mide los plazos en años-luz, como los astrónomos; municipio hay cargado con cinco siglos de obligaciones fiduciarias. Los administradores públicos han invertido caudales que no tenían fiados —nunca mejor dicho— en la ecuación entre la elasticidad del tiempo y la fugacidad relativa de sus mandatos. Una arraigada mentalidad política ha consolidado en España la idea de que lo importante era hacer obras —y contraer gastos— que ya vendría quién se hiciese cargo: haz lo que debas (?) aunque debas lo que hagas. Ha llegado, sin embargo, un momento en que el débito se come a la nación por las patas como un monstruo goyesco engendrado en el sueño de la sinrazón hipotecaria. Si esa cuenta la fuesen a pagar nuestros nietos ya sería una irresponsabilidad de lesa patria pero no hay en el diccionario término para designar a los descendientes que heredarán la bancarrota cuando la eternidad llegue pasado mañana.
Ignacio Camacho, ABC, 11/5/12