El relativismo es maravilloso para mantener la conciencia en baño maría. Es una más de las nefastas consecuencias de Mayo del 68. El páramo moral y cultural que comenzó a extenderse entonces por las democracias occidentales alcanza tal extensión que sus moradores ni siquiera intuyen la existencia de alturas culturales y morales de referencia.
EN muchas escuelas del Reino Unido ha sido discretamente abolido el estudio del Holocausto en la asignatura de historia a causa de las presiones de alumnos musulmanes que consideran una ofensa perder el tiempo hablando de unas víctimas judías que, por lo demás, niegan hayan existido. A los jovencitos islámicos les molesta un hecho histórico y sus profesores, conscientes de lo irritables que son, deciden abolirlo en aras de la paz. No hay noticias de que los alumnos no musulmanes exigieran a los profesores la restauración de la integridad del relato histórico del siglo XX. El resultado de ello, que no escandalizará a quienes ya todo consideran integrable en la sopa garbancera de la armonía universal, será que las nuevas generaciones de británicos ignorarán la existencia de Auschwitz y de sus millones de muertos, uno de los pequeños detalles que definen la abominable naturaleza del enemigo del Reino Unido en la última guerra y por ello también la grandeza de su propia resistencia y victoria militar. Pronto también en el Reino Unido serán muchos los que crean que fue aquella una guerra clásica con enemigos moralmente equiparables con objetivos similares.
En los últimos años se citan mucho en España las reflexiones de Hannah Ahrendt en su viaje a la Alemania de la posguerra y la obcecación de los alemanes por convertir hechos, como la invasión de Polonia o la URSS, en opiniones. También la sarcástica respuesta de George Clemenceau a la pregunta sobre cómo interpretarían la (Primera) Guerra Mundial las generaciones futuras. El anciano estadista todavía creía en la probidad intelectual y se declaró convencido de que «nadie dirá que Bélgica invadió Alemania». Hoy habría sido más cauto. Especialmente en España. Porque en los tres años de Gobierno Zapatero se ha impuesto implacablemente en el discurso oficial ese perverso fenómeno denunciado por Hannah Ahrendt. El equipo del sentimental lector de Gamoneda niega hoy la realidad con una procacidad y un desparpajo faldicorto a los que ningún otro Gobierno europeo sobreviviría siquiera unas semanas.
Es ocioso enumerar sus manifestaciones que niegan hechos para todos evidentes, lógicos, verificables o probados. Llenan las páginas de los periódicos a diario. La muestra más larga la tenemos en esas interminables y tediosas añagazas para ocultar, negar y justificar a un tiempo la coordinación de intereses políticos con el terrorismo vasco. Pero se dan en todas las demás cuestiones capitales como inmigración, seguridad o relaciones exteriores. Camelot y su Arturo Zapatero no necesitan a la realidad, ese fenómeno menor que transcurre paralelo a sus hazañas y retórica. Y hasta hoy aparenta además ser inmune a las consecuencias tóxicas de su política. Pero la sociedad española no lo es y no hay que ser Merlín para augurar zozobras tras este trienio de romper loza de convivencia y tejido social. Eran loza y tejido fabricados -tras los años de la peor represión de la posguerra- con inmenso esfuerzo, sacrificio y tenacidad por millones de españoles de buena voluntad independientemente del lado en que lucharan ellos, sus padres o sus abuelos. Incluido desde el lanzamiento de la «política de reconciliación nacional» en 1956 ese Partido Comunista que, como su antiguo líder Santiago Carrillo, se ha lanzado ahora a disputar a Zapatero y a los nacionalsocialistas catalanes y vascos el trofeo de supremo druida del resentimiento.
El negacionismo de Zapatero, su gente y sus aliados, parte del desprecio a los hechos que revelan igual cuando hablan de historia como cuando lo hacen de ayer. Lo hacen sin mala conciencia porque consideran que la importancia de su misión histórica bien merece correcciones a la realidad y muchos sacrificios, especialmente del enemigo. Huevos rotos para la tortilla. El chef, encantado consigo mismo, es además prestidigitador y dispone de un discurso para cada día y audiencia pero a estas alturas todo el mundo debiera saber a quién considera el presidente su enemigo y a quiénes aliados potenciales, hayan matado o no. Al fin y al cabo, también a su abuelo lo mataron. Han trazado ya una continuidad grotesca desde las banderías del pasado con objeto de imponer en Madrid también un régimen con vocación de permanencia y excluyente como los que se han constituido por la vía de los hechos en el País Vasco y Cataluña, es decir sin una posibilidad de alternancia política real. Tiene por eso su actitud hacia la historia la misma calidad que el negacionismo del holocausto y las cámaras de gas del nazismo porque parte de una zafia y dolosa falsificación con intención de arrebatar los derechos políticos a sus adversarios. El pensamiento mágico que domina la personalidad del presidente del Gobierno español convierte la política en un juego épico. Tan imponentes ambiciones se desarrollan en un universo sentimental menos que semiculto marcado por igual por el sectarismo, la ideologización primaria y el resentimiento propios del asociacionismo provinciano de principios del siglo XX unidos a la insoportable levedad de un relativismo moral que considera anticuada o simplemente ridícula la subordinación de los deseos a código alguno. Zapatero debería dar miedo y yo creo que sólo el inmenso movimiento de odio total a la figura de José María Aznar y, en su ausencia, al Partido Popular -que han logrado mantener sorprendentemente activo socialistas, nacionalistas y la mayoría de los medios de comunicación-, ha impedido que una mayor parte de la sociedad española percibiera con cierta nitidez el peligro que supone para su prosperidad, estabilidad y libertad el camino emprendido por la alianza de socialistas y nacionalistas. Porque el peligro de involución existe y se manifiesta donde la verdad ha sido abolida, como en los colegios británicos. La dependencia creciente de sectores claves de la sociedad del poder político, la manipulación e intimidación abierta de la economía, el clientelismo de las autonomías, la persecución -sí, persecución- del castellano en los sistemas escolares bajo regímenes nacionalistas y los intentos de acabar con la autonomía educativa privada nos sugieren que en pocos años la verdad oficial puede haberse convertido en el principal medio de vida en este país.
La selección negativa en el partido gobernante y entre sus aliados tiene, por supuesto, correcciones paralelas en los órganos afines, apoyos y satélites. Estamos en la hora estelar de los aparatchiks. Nuestros actuales intelectuales antifascistas españoles son tan contundentes como los anticomunistas polacos de ahora, a sueldo de los gemelos Kaczyinski. Que en Varsovia una serie de mequetrefes intenten cuestionar la integridad de un gigante moral como Bronislaw Geremek es un insulto. Como lo es que el gentucismo aquí diga una y otra vez que el PP da alas a ETA cuando fue su Gobierno quien lo tuvo contra las cuerdas con una política que se ha dinamitado. Los coros de héroes subvencionados saben que si toca hacer un giro saharahui, se hace y punto. El relativismo es maravilloso para mantener la conciencia en baño maría. Es una más de las nefastas consecuencias de ese Mayo del 68 que con tanta razón denunciaba Nicolás Sarkozy el sábado y que describía magistralmente en su crónica en estas páginas Juan Pedro Quiñonero. El páramo moral y cultural que comenzó a extenderse entonces por las democracias occidentales alcanza tal extensión que sus moradores ni siquiera intuyen la existencia de alturas culturales y morales de referencia y sólo cuentan con orientaciones primarias como la autopromoción, los intereses propios, el narcisismo y el desprecio a toda jerarquía y autoridad que pueda cuestionar lo anterior. En la maravillosa carta a su padre que hace de prólogo en su libro sobre la catástrofe educativa «Progresa adecuadamente», Xavier Pericay cita aquella memorable Tercera de ABC póstuma de Carlos Luis Álvarez «Cándido» en la que advertía que la alternativa a la graduación jerárquica no era la igualdad sino la tiranía.
La fobia a la excelencia, el ataque a las formas, a la meritocracia y a la elegancia como condenable «elitismo» -nada tan significativo como la procacidad del feísmo del mundo abertzale y de la subcultura surgida al amparo del nacionalismo catalán-, el desprestigio del esfuerzo, el desprecio al escrúpulo y a la autoridad así como el igualitarismo a la baja de una tiranía cultural obsesiva e hiperactiva son factores culturales sin los cuales nadie podría explicar la incapacidad de las sociedades europeas a reaccionar ante las amenazas que se ciernen sobre ella. Durante todas estas décadas, no han hecho sino aumentar y fortalecerse los mecanismos sectarios que expulsan del paraíso de los bienpensantes a aquellos que cuestionan la validez total y absoluta de un movimiento -Mayo 68- basado fundamentalmente en negar, combatir y despreciar los valores permanentes occidentales desde Atenas -bonitas evocaciones de las Termópilas escritas por Fernando Savater y Arturo Pérez Reverte- que han hecho de la sociedad abierta el sistema de convivencia más próspero, libre y feliz jamás habido. Sin embargo, no hay organización humana, por excelsa que sea, que sobreviva indefinidamente al acecho de enemigos si no sabe generar defensores.
Hermann Tertsch, ABC, 3/5/2007