Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 16/6/12
He pensado que el problema éramos nosotros y Europa, la solución, como señaló nuestro mas insigne filósofo, Ortega y Gasset. Las grandes frases tienen sentido cuando se dicen, pero lo pierden cuando las circunstancias cambian radicalmente.
En un artículo, valioso por su panorámica general sobre la Europa no comunitaria, Javier Solana vuelve a mencionar a Ortega como argumento de autoridad, reduciendo su proteico pensamiento a la manoseada consigna.
Desde luego no podemos decir que España no tenga problemas. La crisis ha provocado un ejército de parados, que afecta por igual a los trabajadores de más edad y a los más jóvenes. Como los infortunios no vienen solos, al pinchazo de la burbuja inmobiliaria se ha unido una profunda crisis de parte del sistema financiero, en el marco de una Administración duplicada, cara e ineficiente, que ha tenido la virtud de extender por todo el territorio nacional puertos, aeropuertos y universidades. Excesos que pueden impedir admirar la gran revolución pacífica de nuestro país en estos treinta años, reconocida por extraños y desconsiderada por los propios españoles, que seguimos sin dar importancia a nuestras realizaciones.
Vivimos un presente muy difícil y complicado, aumentan estas dificultades nuestro pesimismo, enraizado en nuestra historia, y también nuestra división política, y aún territorial, que debilita, cuando no impide, esfuerzos comunes, nacionales de largo alcance … ¡Sí, tenemos graves problemas!
La encrucijada europea
Ahora bien, también Europa, a la que pertenecemos histórica y políticamente, se enfrenta a una encrucijada dramática, y no deberíamos pensar, impulsados por un pasado en el que la historia se ha desarrollado fundamentalmente en nuestras fronteras definidas por el Atlántico y el Mediterráneo, que la solución será inevitablemente feliz para nuestros intereses europeos.
Desde la caída del muro de Berlín han aparecido grandes potencias que compiten con los EEUU y Europa, Brasil en Latinoamérica y sobre todo en el Pacífico, China y la India. Así, la cartografía de la historia presente ha girado hacia el oeste desde un punto de vista económico y también político al no renunciar estas nuevas potencias a influir en la política global sin renunciar a la fuerza militar.
A Europa este cambio le ha pillado con el pie cambiado. Fiada a la privilegiada relación con EEUU durante todo el siglo XX, y muy especialmente durante las dos Grandes Guerras, ha caído en un ensimismamiento soberbio e indolente que le ha impedido adaptarse a una nueva realidad en la que la primera potencia mundial ha vuelto su atención hacia el Pacífico, una vez desaparecida la amenaza de la Unión Soviética.
Este debilitamiento europeo se consolida debido a cuatro factores determinantes: el primero tiene que ver con los egoísmos nacionales y la lenta evolución política de la Unión, lastrada por una burocracia que sustituye a la política; el segundo, por la indefinición alemana provocada por su pasado reciente y su tendencia a mirar al este, que hoy llega hasta China; con la misma fuerza impide que Europa desarrolle un papel más transcendente, el desequilibrio entre su Estado de bienestar y sus expectativas, sobre todo las relacionadas con la investigación y el desarrollo. Por último, la renuncia europea a tener una política militar propia le impide jugar el papel que ha desempeñado hasta mediados del siglo XX, sobre todo cuando China dedica un altísimo porcentaje de su PIB a dicho menester y la India, impulsada por sus tensiones con Pakistán, hace otro tanto.
La prueba de nuestra debilidad es que la situación en Grecia pueda poner en solfa todo el trabajo realizado durante más de cincuenta años en el viejo continente. España tiene grandes problemas que encaramos con diversa fortuna, pero Europa también tiene graves problemas que debe afrontar de manera urgente y que requieren más política y menos burocracia, más federalismo y menos nacionalismo, más determinación y menos dudas.La UE tiene que decidir qué quiere ser los próximos cincuenta años: una vieja dama empobrecida que recuerda antiguas glorias y vende sus joyas, o una potencia internacional dispuesta a enfrentarse a las responsabilidades que esta decisión conlleva.
Nicolás Redondo, presidente de la Fundación para la Libertad.
Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 16/6/12