Ya no son sólo políticos incapaces o traidores a sus promesas de defender los principios y las leyes que los llevaron a sus cargos, sino amplios sectores sociales, los que han aceptado el lema de «hablando se entiende la gente», que hace que las leyes y la capacidad de autodefensa de la sociedad democrática sea dinamitada a diario.
Gente de bien, obsesionada por lograr para sus hijos un marco vital mejor, más generoso, humano y libre que el que ha sufrido ella, murió ayer tras horas de paciente espera en una larga cola para obtener un certificado médico que les diera acceso a un trabajo en el nuevo Estado de Irak. Un acto más de la resistencia contra el invasor imperial que, sin duda, ha obtenido ánimos y motivación de la inmensa comprensión que su lucha despertó entre la bienpensancia europea. Los centenares de huérfanos que la bomba de ayer en Hilla ha causado despertarán previsiblemente mucho menos interés que otros anteriores, trágicas víctimas de un combate que probablemente nos acompañe toda la vida a las generaciones hoy adultas. En Tel Aviv, dos días antes, otro insurgente había acabado con la vida de cuatro israelíes para demostrar que el Estado de Israel es culpable haga lo que haga y que todo gesto que algunos ilusos podríamos interpretar como de buena voluntad, en una retirada de la franja Gaza o en la habida en el sur de Líbano años antes, son tan sólo signo de debilidad del enemigo que ha de tener mayor hostigamiento por respuesta. Quienes se defienden ante la muy decidida voluntad asesina de sus enemigos son, según este alarde del pensamiento dúctil del nuevo siglo -que en el anterior tuvo momentos de apogeo-, los responsables de romper la normalidad y la armonía.
A menos de dos semanas del aniversario del 11 de marzo, es incomprensible que pocos ciudadanos españoles asocien esto con aquello. Sigue siendo algo así como verdad revelada, la convicción de que los muertos de Hilla son responsabilidad de George W. Bush; los de Tel Aviv, de Ariel Sharon, y los de Madrid, del trío de las Azores. Los millones de iraquíes que se jugaron la vida acudiendo a las urnas -duplicando el porcentaje de participación de nuestro referéndum europeo- han recibido una fracción de la atención que cualquier banda terrorista iraquí o importada que obliga a una mujer secuestrada a acusar a Occidente de todos los males incluido el suyo, antes de decapitarla o enviarla de vuelta a casa con el síndrome de Estocolmo inyectado en vena. «Nos han tratado bien», suelen decir quienes sobreviven al calvario.
Nuestra confusión moral, que en algunos países europeos, y desde luego en ciertas partes de España, es ya patología social, parece llevarnos siempre a un fatalismo en el que ser el débil parece un mérito. Hacer malabarismos con convicciones y principios para adecuarlos a la voluntad del violador, criminal o fanático se supone un ejercicio de tolerancia y galantería política. Ya no son sólo políticos incapaces o directamente traidores a sus promesas de defender los principios y las leyes que los llevaron a sus cargos, sino amplios sectores sociales, los que han aceptado el lema de «hablando se entiende la gente», que hace que las leyes y la capacidad de autodefensa de la sociedad democrática sea dinamitada a diario. Si se acepta supeditar las leyes al diálogo con el agresor que desde la minoría más escuálida hace valer sus razones de fuerza casi resulta más digno enterrar las leyes previamente.
En este panorama desolador resulta especialmente doloroso que estemos asistiendo a lo que parece ya la última gran agonía del papa Juan Pablo II. Quien levantó a Europa oriental contra la resignación de Yalta no podrá ayudar en el rearme moral ante las nuevas amenazas. Si hay algún fenómeno que ha alimentado el desarme de nuestras sociedades modernas ante sus enemigos es la incomprensión radical y, por tanto, el desprecio y la hostilidad hacia el pensamiento religioso. Lo que no tiene nada que ver con creer o no. Es en el respeto al concepto individual de la trascendencia donde radica la más profunda tolerancia, la firmeza y la dignidad, bases de una sociedad no dedicada a la experimentación social, sino a fomentar la vocación del ser humano a ser feliz. Por eso el primer deber del gobernante es hacer frente a los enemigos del individuo libre en la sociedad abierta y dejar claro a las víctimas que tienen un valedor incondicional. En Irak, en Tel Aviv y aquí.
Hermann Tertsch, EL PAÍS, 1/3/2005